viernes, 25 de diciembre de 2015

Puer natus est nobis et filius datus est nobis

In Nativitate Domini
Prima Missa ad nocte

Esta noche el llanto de un niño estremece la tierra. Las entrañas de la tierra se resquebrajan. Porque un niño llora y su llanto las despierta. Ese llanto llega a la tumba de Adán, el lejano padre del linaje humano. La tumba se quebranta y el alma del antiguo padre se agita inquieta. Adán sabe de llantos porque fue el primero que lloró. Y sin embargo, el llanto que escucha es nuevo y hace temblar su alma. Ese llanto es música del cielo. Desde la región de los muertos Adán escucha al Niño que ha nacido.
Las pequeñas manos del Niño apenas si aferran los dedos de José, el carpintero. Son manos en que aún no cabe el clavo de la crueldad humana, pero cabe ya en ellas todo el amor y la misericordia de Dios. La Virgen incontaminada y prudente besa ahora con labios puros el rostro que un día será besado por labios traidores. Y alimenta con su vida al que un día nuestra maldad hará beber hiel y vinagre. Allí en Belén llora el que morirá en la cruz. Llora el amor. Ese llanto es medicina para nuestros siglos de dolores.
Y el Niño ríe, y su risa embriaga los cielos, hace una efervescencia de estrellas, enciende el gozo de los ángeles. Nunca la risa de uno de los hijos de Adán había alegrado tanto el cielo como lo hace la risa de este Niño. Y Adán llora conmovido porque al fin uno de sus hijos ríe con verdadera felicidad, con felicidad de cielo, con felicidad divina. Llora porque le sonríe desde la cuna, con sonrisa de tierno Niño, el que llorará por él en la cruz.
Esta noche santa es noche de llanto y de risa, noche de dolor y de amor. Y todos los sueños y anhelos de los hombres ya se cumplen porque Dios se ha dejado vencer por su amor hacia los hijos de Adán. Dios había deseado tanto esta noche.
Un nuevo paraíso es el pesebre. Un nuevo río de llanto lo riega y muy pronto hará reverdecer la seca paja. Un río de llanto nuevo llega hasta el corazón marchito de Adán. Un nuevo paraíso es el pesebre. Y el misterioso árbol de la vida se levanta risueño en él, jugando a hacerle cosquillas al cielo. El Niño es el nuevo árbol de la vida, adornado con perlas de sangre y luces de sudor y fatiga, frutos hermosos a la vista y agradables para nutrirse de ellos. Adán lo contempla desde la muerte y eleva una súplica. Adán reza: «Por el misterio de tu encarnación, por tu nacimiento y por tu infancia, por toda tu vida consagrada al Padre. Por tus trabajos y tus fatigas, por tu predicación y por tus largas horas de camino, por toda tu vida entregada a la salvación de los pecadores. Por tu agonía y tu pasión, por tu cruz y tu desamparo, por tus angustias, por tu muerte y tu sepultura. Por tu santa resurrección y tu admirable ascensión, por el don del Espíritu Santo, por tu triunfo eterno y tu gloria, sálvanos, dulce Niño de nuestros pecados»

domingo, 6 de diciembre de 2015

«Parate viam Domini, rectas facite semitas eius»

Dominica II adventus

 

Hay hormigas que cortan hojas que les sirven de alimento y de sustrato para cultivar hongos con los que se nutren y nutren a sus pupas. Para ello, deben evitar a toda costa el cortar hojas que hagan daño al hongo de que se alimentan. Así, el trabajo de cortar hojas se vuelve sorprendente. Algunas hormigas marchan solitarias y con las antenas caídas en busca de alimento, y mientras exploran el terreno van dejando un rastro oloroso que luego servirá para recordar mejor el camino de regreso al hormiguero. Si la expedición tuvo éxito, otras hormigas seguirán el mismo sendero, frenéticas y presurosas en una loca carrera por llevar cuanto se requiera al nido.

Pero un camino de hormigas no es nada sencillo. Está lleno de sorpresas, tropiezos, choques. Las hormigas podrían hacer caminos muy anchos, para librarse de los problemas de tránsito, pero un camino cuanto más ancho sea es más difícil de mantener. En los lugares donde caen hojas, basura o escobas, un camino ancho es muy mala inversión. Y si es en el pasto, no hay que olvidar que el pasto siempre vuelve a crecer. Cuanto más ancho sea el camino, más se batalla cortando el pasto que crece de nuevo y dificulta la marcha de esas cargadoras exageradas. Por ello, el camino ha de ser angosto, estrecho.


Y no todas las hormigas son iguales. Por eso se requiere una suerte de organización desordenada. Es decir, las más pequeñas se quedan en casa, a cuidar hongos, las medianas se encargan de la defensa, las grandes cortan hojas y las grandulonas mantienen limpio el camino. Pero no todas las cortadoras son igual de fortachonas. Unas aguantan cargas mucho mayores que su propio tamaño, y otras son muy lentas en cargar un trocito pequeño. Estas diferencias provocan choques constantes y roces que sirven para reforzar el olor del camino, pues aunque las hormigas pueden recordar el paisaje que han visto, cuando van cargadas no miran tanto el paisaje como la carga y por eso requieren guiarse por el olor. Pues bien, un camino sin choques no tendría aroma de camino. Y sin aroma tendrían que transportar sólo muy pequeñas cargas que no les impidan la visibilidad.

Las hormigas son muy limpias. Saben que si las hojas que almacenan se pudren, puede contaminarse todo su alimento. Por eso, si algo se echa a perder, las hormigas más viejas lo llevan a un basurero y lo mueven constantemente para facilitar la descomposición. Así las hormiguitas más pequeñas, las responsables de cultivar los hongos, no entrarán en contacto con la basura. Preparar el camino del Señor también significa tirar lo que nos hace daño, lo que nos envenena. Como las hormigas cortadoras ancianas que amontonan todo lo que contamina su alimento, y luego remueven todo para que se descomponga, así nosotros hemos de abajar las montañas de odio, de rencor, de envidia, de vicio y de todo pecado.

Pues bien, el Señor nos manda prepararle un camino, hacer rectos sus senderos. Pero al prepararle el camino al Señor, no hagamos un camino ancho, porque estrecha es la puerta que conduce a la vida. Más bien caminemos por el camino estrecho de la piedad y de la devoción.

Queridos amigos, queridas amigas: hay un misterio más en las hormigas. La reina suele llevar en su boca pequeños pedacitos de hojas que también sirven de sustrato al hongo del que se nutren todas. Así lleva su propio cultivo en la boca, como Cristo nuestro Maestro que tiene en su boca palabras de vida eterna. Preguntemos pues a Cristo: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna». Y él nos responderá «Vayan a los caminos y a todos los que encuentren convóquenlos al banquete de mi Reino».

La Escritura dice que cuando los Magos fueron a buscar a Jesús, al gran rey que había nacido en Belén, lo hicieron porque vieron su estrella en Oriente y fueron a adorarlo. Lo buscaron en Jerusalén, y preguntaron por él diciendo «¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido?» Luego vieron de nuevo la estrella y se alegraron mucho. Los pastores, en cambio, los humildes pastores, recibieron el anuncio de un ángel y oyeron la milicia angelical cantar la gloria de Dios. Con todo, ningún ángel los guió hasta el Niño. Seguramente en su camino no miraban al cielo, sino que preguntaron de puerta en puerta, de ventana en ventana por el prodigioso Niño. El ángel les habló de un salvador que había nacido, pero no les dio más signo que una madre envolviendo en pañales al pequeño. Eso en realidad no es un signo de nada, todas las mamás envuelven a los niños en pañales. Los pastores, pues, no buscaron el signo del Niño en el cielo, sino en los rostros de todos aquellos con quienes chocaron y tropezaron en el camino, encontrándose unos con otros. Pues bien, los pastores, como hormigas buscaron entre la paja el alimento que sostiene la vida. Todos tenemos en nuestras casas, en nuestras calles, en nuestros talleres alguien que choca con nosotros, alguien que nos calumnia para explicar su propio malestar interior, alguien que no comprendemos o que no nos comprende, alguien que a pesar de ser fuerte carga con muy poco o alguien muy débil que quiere cargar con todo. Todos esos choques hacen lento el tránsito por el camino que hemos preparado al Señor, pero le dan un olor inconfundible, el olor de la compasión y de la misericordia, el olor de camino.

domingo, 22 de noviembre de 2015

"Ego in hoc natus sum et ad hoc veni in mundum, ut testimonium perhibeam veritati"


In solemnitate DNJC universorum Regis

Había una vez, una reina muy vanidosa que gobernaba un inmenso país. Los habitantes de aquel lugar no eran felices y ella tampoco. Pero para ocultar su desdicha, la reina llenó de vanidad su palacio. Todo era lujo y esplendor. Una numerosa servidumbre se encargaba de los más pequeños detalles de la sala de banquetes, y muchas doncellas atendían el cuidado personal de la reina. La reina fue coronada cuando tenía pocos años, y por ello era caprichosa y berrinchuda. Sólo lo que a ella le gustaba le parecía bueno, y lo que no le gustaba lo consideraba tonto y absurdo. Era tan egoísta que en ocasión de los grandes banquetes que celebraba, todos sus invitados debían ir vestidos de una etiqueta tan rigurosa como ridícula: unas veces como payasos; otras, disfrazados de animales exóticos. Todo con tal de no competir con la elegancia de su reina. En su jardín había flores de muchas formas y colores, y cada maceta era cuidada escrupulosamente día y noche por los jardineros reales. Todo debía aparecer impecable y pulcro, dado que la reina recibía constantes visitas importantes que venían a maravillarse de su esplendor.
La reina era hermosa, pero todos le temían. Un buen día preguntó a sus consejeros qué faltaba en su palacio. Todos guardaron silencio, y la reina sonrió satisfecha, pensando que en verdad no faltaba nada en su palacio. Para provocar un poco más a sus consejeros les dijo: «Premiaré con un tesoro y grandes honores al que descubra qué falta en mi palacio». Todos guardaron silencio, pues temían desagradar a su reina. Hasta que uno de ellos se atrevió a decirlo: «La felicidad, Majestad, falta la felicidad». La reina se sintió ofendida, y le preguntó con arrogancia y sarcasmo: «¿Y cómo piensa Usted que podemos obtenerla? ¿Hay algún rico país del que podamos traerla en caravanas de camellos y elefantes, pagando por ella con nuestro oro y diamantes?». Pero su consejero le dijo: «Es muy simple, Majestad, cásese con un príncipe feliz y él le dará la felicidad, y todo su reino será feliz a causa de su felicidad».
A la reina le pareció muy astuto su consejero y muy sagaz su respuesta. Así que decidió anunciar a todos los reinos de la tierra que estaba dispuesta a casarse. Muchos príncipes y reyes vinieron de los confines del mundo a proponerle matrimonio y a ofrecerle compartir con ella la grandeza de sus reinos, pero ella los desdeñaba a todos, considerándolos de poca alcurnia, limitados en riqueza, disgustosos. Ninguno la satisfizo. Por fin un día apareció un joven príncipe que a ella le pareció muy apuesto. Pronto sintió fascinación por él y algo en el frío océano de su corazón le dijo que como una flota de barcos había llegado la felicidad a su reino. Los latidos en su pecho y las mariposas en su estómago no podían equivocarse. Y su mente vanidosa le insinuaba complacida: «Ahora sí ya no va a faltar nada en tu reino. Serás la única reina que tiene todo en su palacio».
Tal era su vanidad que no dudó en contarlo a sus consejeros. Pero uno de ellos, el más osado, fue a contarle al príncipe los sentimientos de la reina. Éste se sintió profundamente dolido por haber sido tomado como un objeto más de la colección real y quiso poner a prueba el corazón de la reina. Así que una noche, en una cena espléndida, el príncipe le dijo: «Majestad, soy muy feliz de anunciar esta noche, ante tan distinguidos invitados, mi deseo de proponerte matrimonio. Pero antes de unir nuestras vidas y ser felices juntos, quiero pedirte una gracia especial para uno de mis más leales siervos. En mi reino hay un hombre sin más nobleza en su sangre que las muchas veces que ha derramado la suya por salvar la mía en el campo de batalla. No tiene oro ni plata, pero el arado con que labra la tierra de la que saca el pan con que nutre a mis pobres vale su peso en oro. No tiene piedras preciosas, pero su corazón es un tesoro por sus virtudes. Nada se corrompe ni se pudre en su alma, pues no sabe guardar odio ni rencor. No viste con más fasto que una túnica teñida y perfumada con tierra, sangre y sudor. Dime, amada reina, si un hombre así no debe ser recompensado por tu Majestad con una esposa de tu dignísimo reino. Por ello, antes de unir nuestras vidas propongo que mi leal siervo sea recompensado con una esposa. Pero como él es maestro de virtudes y ama enseñar e instruir, propongo que se case con la mujer más vanidosa de tu reino. Así él le enseñará con gozo a buscar lo que verdaderamente vale en la vida y dónde está la verdadera felicidad».
La reina, sobrecogida, asintió con un gesto preocupado, pero solemne. Por todo el reino se buscó sin descanso a la mujer más vanidosa, pero no había más que sencillas amas de casa, esposas modestas de campesinos, costureras y tejedoras de hermosas telas y ricos abrigos que vestían sobriamente, maestras serviciales y acogedoras.
Por fin, cansados, tuvieron que decir la verdad: «No hay mujer más vanidosa en todo el reino que su Majestad». La reina temió no poder cumplir lo convenido; pero ante la presencia de los invitados venidos de todas partes del mundo, no podía faltar a su palabra. La felicidad se alejaba de su reino a grandes zancadas y tuvo que correr a su recámara para llorar allí amargamente.
Cuando llegó el día de la boda, la reina aún no había visto al fiel lacayo del príncipe con quien contraería matrimonio. Esperaba que fuera alguien que pudiera llenar de ilusiones su corazón como lo había hecho el príncipe. Pero no fue así. Apenas lo vio, sintió terror. Estaba bien feo, feo. Bueno, feo era poco. Para consolarse, trató de recordar todo lo que el príncipe había dicho de él, pero nada calmaba la intranquilidad de su corazón y quiso salir huyendo, aunque el miedo a faltar a su palabra la armó de valor. Estaba vestido con una túnica vieja recién lavada de manchas de tierra, sangre y sudor. No llevaba más insignias que una lanza, y en la cabeza una incómoda diadema espinosa. El corazón de la reina dio un vuelco de terror; pero algo en su corazón le hizo saber que podía amar a ese hombre por todo lo bueno que de él había dicho el príncipe. Así que contrajeron nupcias y por un momento a la reina le pareció ver en sus ojos la belleza de la mirada de su amado príncipe. Y en su sonrisa pronto descubrió la lección: el príncipe se había disfrazado para casarse con ella, la mujer más vanidosa del reino.
Queridos hijos e hijas, el Señor Jesús, rey del universo ha querido desposar nuestra vanidad orgullosa y egoísta. Y para ello ha querido mostrarse el más noble de los príncipes de la tierra, asumiendo la condición de siervo, para enseñarnos lo que verdaderamente vale en la vida. Así, «sin figura ni belleza, despreciado y rechazado por los hombres, varón de dolores, acostumbrado a sufrimientos, como uno del que se aparta la mirada», se presentó y sigue presentándose a las bodas de su amor para enseñar a su Iglesia el camino de la verdadera felicidad que es el amor y el dar la vida. En cada uno de los pequeños, de los enfermos, de los necesitados, en el hermano difícil, en la miseria del pecador, Cristo sigue presentándose a desposar nuestra vanidad. Anda, no desprecies a Cristo esposo, síguelo hasta la gloria, síguelo hasta el amor.

domingo, 15 de noviembre de 2015

Ponthieva brenesii




Orquídea mexicana terrestre, florece en otoño e invierno en bosques de niebla y bajas temperaturas. Sus delicados tallos y hojas están cubiertos de vellosidades. No forma pseudo bulbos.

domingo, 1 de noviembre de 2015

Beati


In solemnitate omnium sanctorum

Había una vez una bruja que hacía pócimas y hechizos extraordinarios. Tenía recetas mágicas para lograr cualquier cosa, y sabía hechizos que nadie más en el mundo conocía. Era tan famosa que todas las brujas del mundo querían robarle los libros que contenían todos sus secretos. Era una bruja perfecta. Bueno, ni tanto. Tenía un gran defecto: era muy desordenada. Pero a ella le daba lo mismo, porque cuando necesitaba algo que no encontraba, lanzaba un hechizo y aparecía. Su hechizo para localizar cosas perdidas era infalible. Bueno, no tanto. Un día notó que con los años estaba perdiendo la memoria, así que comenzó a buscar entre sus muchos recetarios un viejo libro que contenía el conjuro para recuperar la memoria. Vagamente recordaba que el libro tenía tapas oscuras. Como no sabía dónde lo había puesto la última vez que lo había usado, quiso aplicar su hechizo para encontrar las cosas perdidas; pero esta vez le falló y la bruja no lograba comprender qué había pasado, porque según ella había aplicado el mismo conjuro de siempre.
Entonces un ratoncito que vivía con ella, y que en otro tiempo había sido un niño, se subió a una mesa y le dijo: «Señora Bruja, no es el hechizo lo que  falló, sino que no buscas el libro correcto». A lo que la bruja replicó: «¿El libro correcto? ¿Y cual es el libro correcto? Madre mía… ¡estoy perdiendo la memoria!» El ratoncito entonces le propuso un trato: «Si me conviertes otra vez en niño, te ayudaré a poner en orden todo esto y a buscar la receta que necesitas para recuperar la memoria. Puedes hacer un hechizo para cerrar la puerta para que no me escape mientras buscamos el libro, pero cuando lo hayamos encontrado, me dejarás volver a la casa de mis padres». La bruja accedió, hizo el hechizo para cerrar la puerta y convirtió al ratón de nuevo en niño.
Juntos se pusieron a ordenar todo aquel desastre. Pero, como la bruja ya casi no tenía memoria, olvidó que precisamente estaban buscando el libro donde estaba el conjuro para recuperar la memoria. Cuando al fin acabaron de ordenar todo, el niño le pidió a la bruja que le abriera la puerta, pero ella lo traicionó, fingiendo no recordar más nada, y lo volvió a convertir en ratón.
En poco tiempo, la bruja volvió a tener su laboratorio mágico tan desordenado que era imposible encontrar algo. Y cuando la bruja se dio cuenta de que no encontraba lo que necesitaba, intentó otra vez lanzar el hechizo para encontrar cosas. Pero todo fue inútil, lo había olvidado, y tampoco tenía a la mano la receta de la pócima para acordarse de las cosas. Intentó buscar los libros, pero aquello era un auténtico desastre.
Entonces la bruja vio pasar al ratoncito y lo llamó a gritos. Le prometió una vez más que lo dejaría marchar como un niño normal si le ayudaba a recoger todo aquello. Al ratoncito le pareció bien, pero le propuso a la bruja: «Debes convertirme en niño otra vez para que pueda ayudarte a poner orden, pero esta vez, antes de arreglar tu desorden yo mismo voy a devolverte la memoria. Cuando encontremos el libro correcto yo mismo voy a preparar la pócima para que recuerdes todo».
Así lo hicieron, cuando el niño halló el libro, que en realidad era de doradas tapas, y que contenía la receta de la pócima para recordar lo olvidado, él mismo la preparó. Pero exageró de tal modo los ingredientes que unas veces ponía demasiado y otra veces demasiado poco. Un poco más de lágrimas, menos piedras preciosas; más gotas de sangre, menos hojas de laureles; más tinieblas, menos tibieza… en fin, la bruja bebió al fin la pócima de la memoria rápidamente, más bien distraída en planear cómo volver a estafar al niño y convertirlo otra vez en ratón. Pero conforme iba haciendo efecto la pócima, ante su memoria comenzó a desfilar una muchedumbre de recuerdos… ¡y todos tenían un rostro! Recordó los numerosos niños que convirtió en ratones, los príncipes que transformó en sapos para que recibieran escobazos por doquier y alejarlos así de sus virtuosas prometidas, recordó las enfermedades con que cubrió a los jóvenes y la miseria en que sumió a los ancianos. Todos pasaron por su memoria atormentándola, y la bruja no hacía más que implorar una pócima para el olvido.
Queridos hijos e hijas. Hoy la Iglesia celebra la memoria dichosa de todos aquellos hermanos nuestros que atravesaron la gran tribulación y la oscuridad de la vida. De todos los que triunfaron del embrujo de la muerte y del pecado. Muchos de ellos pasaron grandes fatigas antes de obtener la victoria. Algunos de ellos salieron heridos y cayeron muchas veces en el combate, y hasta tuvieron que curar sus heridas y purgar sus impurezas por el fuego. Pero una vez purificados, liberados del desorden del diablo, gozan de gran recompensa. Para eso Dios se hizo niño. Para eso Dios se hizo hombre: para hacernos herederos de una gran recompensa. Y aunque el diablo quiso encerrarlo en las trampas de la muerte, nada pudo contra el que pone en paz todas las cosas. Todos ellos triunfaron porque poseían los ingredientes de la pócima para recordar lo olvidado: pobreza, mansedumbre, llanto, hambre y sed de justicia, misericordia, limpieza de corazón, trabajo por la paz, persecución. Éstos son los ingredientes que Dios puso en cada uno de sus santos, como en frascos de especias preciosas, y los escribió en una receta luminosa, que es el Evangelio. Ésas son las obras que Dios recuerda siempre con amor y fidelidad. Las obras que Dios premia y que atormentan la memoria del diablo. Pongámoslas pues por obra con la ayuda divina.

domingo, 11 de octubre de 2015

"Apud homines impossibile est sed non apud Deum: omnia enim possibilia sunt apud Deum"

Dominica XXVIII per annum

Cuenta la leyenda que hubo un pueblo en el que siempre comían castañas. Sucedió que un día un incendio comenzó a extenderse por una parte del bosque, quemando varios castaños. Cuando lograron apagar el fuego, los guardabosques recogieron las castañas quemadas y alguno con cierta tristeza quiso probarlas como para no desperdiciarlas. Descubrió el sabor de las castañas tostadas y le agradó. Otros guardabosques las probaron y muy pronto se extendió en la región el gusto por las castañas asadas, de modo que, cada vez que querían degustarlas, incendiaban un árbol…
Es chistoso, cuando escuchamos la enseñanza de Jesús acerca del desprendimiento, antes que pensar seriamente en desapegarnos de los bienes temporales, comenzamos más bien a descartar personas. Y así nos parecemos al guardabosques que para gustar castañas asadas tiene que incendiar el árbol.
El camino del desapego es de lo más difícil. Con toda prudencia San Benito instruye al abad de cada monasterio: «Odie los vicios, pero ame a los hermanos». Porque no siempre vemos la diferencia; porque a menudo nos aplicamos con tanto afán a extirpar los vicios hasta la raíz que terminamos por derribar a nuestro prójimo. Y porque muchas veces para gustar los frutos de la justicia, sentimos ganas de quemar vivos a nuestros hermanos. Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que desapegarnos de nuestra tendencia a condenar a otros.
A veces pienso que en un tiempo como el nuestro, en que nuestra forma más generalizada de derrochar es a través de lo desechable, nuestra más grande tentación cuando hablamos de desapego es la de descartar personas en nombre del desprendimiento. Volvemos desechables a los demás simplemente porque sus historias no están bien, porque son ricos, porque no se corrigen, porque no pueden desapegarse de sus afectos desordenados, porque pecan de un modo diferente a nuestro modo de pecar, o porque no pueden buscar la misericordia. No podemos negarlo, el camino del desapego es muy difícil, porque cuanto más tratamos de desapegarnos, más aparece el céntuplo prometido. Es que, abrazado el camino cristiano, esas personas de apegos condenables son para nosotros, hermana o hermano, padre o madre, hijo o cualquier otra cosa. ¡El céntuplo prometido! Y hacerlos pasar al Reino de Dios sin sus apegos es muy difícil para nosotros, «pero para Dios todo es posible».
Para nosotros es imposible porque si Dios nos pusiera a descargar un camello harto de riquezas para hacerlo pasar por el ojo de una aguja, o mejor todavía, si nuestro prójimo fuera un camello al que Dios nos manda descargar, seguro muchas de esas riquezas acabarían en nuestros bolsillos, pues nos interesarían tanto más los tesoros que carga, que ya no nos preocuparía más el camello. Nos esforzamos tanto en purificar a nuestro prójimo que acabamos apegados a sus defectos y pecados y olvidamos que simplemente nos toca hacerlo pasar al Reino.
Una leyenda monástica cuenta que en una ocasión dos monjes iban de regreso a su monasterio, pero para llegar necesitaban varios días de peligroso camino. Entre tantas peripecias, de repente se encontraron con un río algo difícil de atravesar, y a su orilla, sentada, una joven y muy hermosa mujer que esperaba que alguien pasara y le ayudara a atravesar el río. A juzgar por su apariencia y su modo de vestir, la hermosa joven debía llevar un vida disoluta. Se acercaron pues los monjes más al río y se animaron a cruzarlo. Sin embargo, el mayor de los dos se volvió de pronto y ofreció ayuda a la bellísima mujer. Como ella tenía mucho miedo, el monje la tomó en sus brazos, cargó con ella y se dispuso con todas sus fuerzas a cruzar a la otra orilla del río. Cuando finalmente lo logró, se despidió amablemente de la joven sana y salva y los dos monjes reemprendieron el camino en silencio. Cuando ya faltaba poco para llegar al monasterio, el más joven dijo con corazón inquieto: «Padre, ¿cómo te atreviste a tomar entre tus brazos a esa dama si nosotros observamos rigurosamente el celibato y no podemos abrazar a nadie que pueda turbar el alma?» A lo que el monje respondió: «Calma, hermano, yo solamente la tuve en mis brazos mientras la ayudaba a cruzar el río; pero tú has cargado con ella en tu corazón durante todo el resto del camino».
Fíjate bien. Dios, cuando hizo el mundo, lo hizo admirable y prodigioso. Pero escondió las riquezas a la vista de los hombres. Puso las perlas finas en el fondo de las aguas, escondidas en conchas; las piedras y los metales preciosos los escondió en el corazón de la tierra en minas profundas; las más bellas fibras las produjo en capullos, y los alimentos más sustanciosos los cubrió de recetas secretas. Pero las verdaderas riquezas, lo que verdaderamente vale a sus ojos, lo escondió en el corazón del hombre. Por eso cuando condenamos, rechazamos o desechamos a nuestro prójimo, cuando lo mandamos al infierno, somos como aqueel hombre que para gustar de castañas tostadas incendia todo el árbol, arrojamos al fuego un tesoro escondido. Por el contrario, como el artista toma hilos de seda, de plata y de oro, y engasta perlas y piedras preciosas sirviéndose de una aguja, así nosotros hemos de trabajar pacientemente para hacer brillar el tesoro que se esconde en el corazón de nuestro prójimo, las verdaderas riquezas que han de hacerlo pasar al Reino de Dios.

domingo, 27 de septiembre de 2015

"Qui enim non est adversum nos, pro nobis est"


Dominica XXVI per annum

En general las aves una vez al año cambian la mayor parte de sus plumas. Durante la temporada en que incuban y empollan, sus plumas se maltratan, se ensucian, se gastan y pierden belleza. Entonces el cambio de estación hace posible que las plumas se desprendan más o menos ordenadamente, dejando paso a las plumas nuevas. Es ciertamente un periodo difícil. De por sí, al terminar la temporada de cría, las aves se encuentran fatigadas y sus miembros debilitados. Y si a esto añadimos la caída de las plumas, la fragilidad puede llegar al extremo. Con todo, soltar las viejas plumas es muy necesario, pues ésas ya nunca recuperarán la firmeza necesaria para el vuelo ni la belleza conveniente para difundir la vida.

Algo así sucede con nosotros. La magnanimidad es la virtud de tener alma grande, en la que hay espacio para muchos. Es como el plumaje generoso de un ave que acoge a muchos, los nutre y les da vida. Es la virtud que hizo exclamar a Moisés cuando dos hombres recibieron el espíritu de Dios y se pusieron a profetizar: «¿Crees que voy a ponerme celoso? Ojalá que todo el pueblo de Dios fuera profeta y descendiera sobre todos ellos el espíritu del Señor». Y esa misma virtud quiso cultivar el Señor en los corazones de sus discípulos cuando les dijo: «Todo aquel que no está contra nosotros está a nuestro favor». La magnanimidad es un plumaje bello y majestuoso, que se posa para proseguir, para alentar, para comunicar la vida. Es una virtud acogedora que arroja lejos los demonios de la envidia y del celo amargo. La magnanimidad es un vaso de agua dado a quienes son de Cristo, es decir, a todos los que se cobijan bajos las alas de su cruz, cargando con ella cada día.
Pero sucede que muchas veces, en nuestro esfuerzo de comunicar amor y vida cristiana, nuestro plumaje de magnanimidad envejece, se gasta y se maltrata. Entonces llega el momento de tirar el plumaje viejo. «Si tu mano te es ocasión de pecado, córtatela». Si la misma mano que elevas al cielo para alabar a Dios se alza contra tu hermano que lucha contra el diablo, córtatela. Si la misma mano que tiendes para ofrecer un vaso de agua de bondad a tu hermano se extiende vengativa para cobrárselo, córtatela. Te saldrá una nueva. «Y si tu pie te es ocasión de pecado, córtatelo». Si el mismo pie con que caminas tras las huellas de Cristo es con el que pisoteas a tu hermano, mejor córtatelo. Si el mismo pie con que recorres las vías de la fe lo usas para extraviarte en malos pasos, córtatelo, para que, por el desprendimiento, Dios te dé uno nuevo. «Y si tu ojo te es ocasión de pecado, sácatelo». Si el mismo ojo con que contemplas los divinos misterios, es el ojo débil que mira con aversión a tu hermano, al forastero, a los pequeños, sácatelo. Porque en el Reino estarán todos ellos y tú no querrás verlos con esos mismos ojos. Todo aquel que les dé a beber un vaso de agua por el hecho de que son de Cristo, les aseguro que no quedará sin recompensa. Y todo aquel que se desprenda de su mano, de su pie, de su ojo, por amor a los que son de Cristo, los pequeños y sencillos, no quedará sin recompensa. Pero quienes envejecen en su maldad serán como un pájaro que no mudó su plumaje envejecido: cuando vengan las tormentas no podrá ya elevarse, pues el peso de su plumaje viejo, roto  de no acoger a nadie, será para él como una piedra de molino atada al cuello en el mar de su amarga maldad.

domingo, 20 de septiembre de 2015

"Si quis vult primus esse, erit omnium novissimus et omnium minister"


Dominica XXV per annum

Hace varios años recuerdo haber pedido a un monje principiante el favor de preparar algo de comer para un huésped inesperado y le pedí que me avisara cuando todo estuviera listo. Como pasó un largo rato sin que el monjecito volviera, decidí ir a buscarlo. Lo busqué en la cocina, en el comedor, en la alacena, ¿tal vez iría a su celda? No, no estaba allí. Lo busqué en toda la casa y finalmente pensé: «¿Acaso iría a la capilla? No, no creo, ¿como para qué? Pero por cualquier cosa…» Bueno, sí, estaba allí, orando. Entonces le pregunté: «Hermano, ¿te acuerdas que te pedí preparar algo?» Y el monjecito me respondió: «Sí, sólo que le estoy preguntando al buen Jesús si prefiere café o té».
Bueno, la respuesta fue muy sencilla: «Dice Jesús que prefiere café… y que te apures».
Jesús había dicho: «Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos». Y ése es el punto. Jesús no dijo: «Si alguno quiere ser el primero, que sea mi servidor». Más que servir a Jesús hay que servir a todos. Simplemente porque perderíamos mucho tiempo en saber qué prefiere Jesús, y cuando lo supiéramos, ya habríamos desaprovechado muchas ocasiones de hacer buenas obras. Ahorramos tiempo si nos hacemos servidores de todos. Al diablo le gusta mucho distraer en cosas pequeñas a los servidores de Dios, presentándonos apariencias de mayor bien, como les pasó a los discípulos, que mientras iban de camino y él les hablaba de su muerte y resurrección, ellos discutían sobre quién era el más importante de ellos. El diablo sabe bien que en las cosas pequeñas siempre unas parecen mejores que otras y se burla de nosotros mostrándonos en qué son mejores para que nosotros perdamos el tiempo decidiendo qué o quién es mejor. Entonces emprendemos muchas cositas al mismo tiempo y dejemos todas sin terminar. En un monasterio, por ejemplo, podríamos discutir quién es el mejor para gobernarlo, y una vez elegido uno, el diablo fácilmente nos hará pensar que otro podría hacerlo mejor. Y podríamos turnarnos uno por uno para ver quién es mejor… y siempre habrá alguien mejor. En las cosas pequeñas, el buen servidor debe tener la grandeza de decidir sin pensar mucho y gobernarse a sí mismo como un diestro jinete gobierna su caballo.
Pero en las cosas grandes, el buen servidor no puede actuar con igual grandeza. La humildad es la virtud para catar el servicio. Fíjate bien. Se cuenta que un monje santo vivía en un monasterio entregado a muy extrañas penitencias. Como nadie en el monasterio comprendía sus rarezas, los monjes creyeron que era mejor pedirle que se marchara. Pero el monje tuvo la humildad de renunciar a ellas y fue readmitido en la comunidad. Sin embargo, el espíritu de Dios siguió moviéndolo a penitencia, y comenzó a hacer nuevas prácticas raras. Subió un día al extremo de una columna, como un ángel bajado del cielo o como un hombre ascendido al cielo, y allí pasó días enteros dado a la oración, la contemplación, la soledad y el trabajo manual. Viendo esto, los hermanos decidieron ponerle una prueba. Le mandarían por amor a la comunidad renunciar a sus rarezas si quería seguir en el monasterio. Si él aceptaba, lo dejarían seguir en la columna, si no, derribarían la columna. Pues bien, fueron juntos y le gritaron al monje: «Eh, hermano, si de verdad nos amas y quieres servir a Dios en este monasterio, baja de la columna y vive como todos nosotros». Y el monje al instante comenzó a descender. Por ello los demás monjes entendieron que sus rarezas eran obra divina, porque Dios cuando mueve el corazón del hombre a servirle en la grandeza y el heroísmo, lo primero que nos inspira es el deseo de ser humildes y de obedecer, de ser el último de todos y el servidor de todos.

domingo, 6 de septiembre de 2015

"Effetá"

Dominica XXIII per annum

Hubo una vez una hermosa familia. El padre era un hombre que trabajaba muy duro para ganarse la vida y mantener a sus hijos y a su muy amada esposa. Al atardecer, el papá regresaba del trabajo, se sentaba a la mesa y comía con su esposa. Los niños ya habían comido y sólo esperaban el momento en que el papá estuviera listo para jugar. Pero el papá solía tomar una siesta después de comer para recuperar sus fuerzas. La siesta era breve, pero a los chiquillos les parecía interminable. Ansiosos de jugar con papá, y advertidos por la mamá de que no debían despertarlo, los niños lo veían entrar en su recámara para descansar y cerrar la puerta. Hasta que una tarde a uno de ellos se le ocurrió una brillante idea. Sigilosamente abrió la puerta de la habitación de papá, apenas una rendija. Empujó un poco más y la puerta se abrió lo suficiente para que pudieran entrar los tres hermanitos, uno tras otro. Entonces se acercaron al papá que dormía profundamente, y el más travieso se acercó a su oído y le dijo: «Papá, te quiero mucho, ¿puedes oírme?» Como el papá no respondió, el chiquillo hizo una señal a sus hermanos y comenzó la diversión. Sacaron los soldaditos que traían en sus bolsillos y algunos peluches y comenzaron a imaginar que la cama era una gran isla tropical poblada de peligros, que ellos eran minúsculos aventureros, y que el papá era un gigante náufrago que el mar había arrojado sobre la isla. La hazaña se basaba en un célebre libro que el mismo papá les había leído. Pronto el pecho fatigado del papá se convirtió en un volcán que subía y bajaba, entre ronquidos, a punto de hacer erupción, mientras una expedición de diminutos aventureros lo escalaban fatigosamente y al llegar a la cima se deslizaban cuesta abajo para alcanzar el otro lado de la isla y subir a sus embarcaciones. Y todo con el más riguroso silencio, pues podría despertar el gigante o aparecer la mamá giganta con su cantaleta de siempre: «¡Dejen descansar a papá!» En una de esas expediciones, un osado osito de peluche escaló por la cabeza del gigante y accidentalmente le atropelló la oreja con su temible garra de felpa. Entonces automáticamente la mano del monstruo se levantó y se talló la oreja como si quisiera apartarse un insecto. Todos contuvieron la respiración… pero una vez que la mano volvió a su lugar, el osado peluche volvió a sus andadas… volvió a intentarlo. Y la mano otra vez se levantó, automáticamente. Descubrieron que no había mejor manera de hacer participar del juego al gigante sin interrumpir su sueño que acariciando su oreja con la garra feroz del oso de peluche. Era como si el papá oyera su silencio y obedeciera las reglas del juego: «Papá, cada vez que el oso te atropelle la oreja debes levantar el brazo, pero sin hacer ruido… no vayas a despertarte».
Hoy hemos escuchado que Jesús metió los dedos en los oídos de un hombre sordo y tartamudo y lo curó. Tocó primero sus oídos para acariciarlo, y hacerlo escuchar el silencio. Pues es lo que más trabajo nos cuesta escuchar, las caricias y el silencio. Sólo cuando sentimos con los oídos, comenzamos verdaderamente a escuchar.
Normalmente cuando suena algún teléfono, bueno, ya sabemos la lógica: suena el teléfono, el implicado busca nerviosamente —y con algo de cinismo— en sus bolsillos o en su bolso, como si un teléfono encendido fuera un polizón que allí se esconde hasta que el sonido lo delata y hay que buscarlo. Entonces algunos voltean a ver con cierto enojo, haciendo con los labios algún ruido adicional, hasta que finalmente el susodicho abandona el templo con un secreto orgullo de saberse indispensable para contestar. Pero por incómodo que resulte, el ruido de un teléfono sabemos que durará poco. En cambio, cuando hay niños que lloran nunca sabes cuánto va a durar. Hace poco celebraba una boda, y mientras hablábamos de la alegría nupcial, tres chiquillos lloraban al unísono, aunque en diferente tono. Interminable su llanto. Me costó mucho trabajo hacerme oír. Y aturdido pensé en Dios que nos estaba escuchando a los cuatro. ¡Pobre Dios! Un niño le pedía leche, el otro le pedía que la interminable boda acabara ya con su aburrición para que pudiera salir a jugar, y el otro le pedía que lo dejara dormir. Yo por mi parte le pedía que hubiera paz, fidelidad y amor entre los novios. Los cuatro alzamos la voz para que nos oyera Dios. Sólo pedíamos una caricia suya, en forma de leche, de juguete, de almohada o de bendición. Eso es todo lo que espera la humanidad, que Dios venga a jugar con nosotros y nos acaricie, y por eso acariciamos su oreja con nuestros llantos, gritos y oraciones. Esperamos una caricia que haga pasar rápido nuestras largas horas de miedo y ansiedad; una caricia que alivie nuestro dolor y nuestra soledad; una caricia para nuestra enfermedad y nuestras pruebas. Lo malo es que mientras esperamos a Dios que nos escuche, no siempre nos escuchamos entre nosotros. Jesús mirando al cielo suspiró, como un padre que está a punto de despertar, y dijo «Effetá», que significa «Ábrete». Y el cielo se abrió. Entonces al hombre sordo y tartamudo se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y empezó a hablar sin dificultad. Porque el cielo se abre cuando nuestros oídos se abren para escuchar el silencio. El cielo se abre cuando nuestra lengua se suelta de toda traba, cuando hablamos sin la torpeza de los insultos y de la mentira.
Hoy de un modo especial, pidamos al cielo que se abra y escuche nuestra oración. Que nuestros oídos se abran para escuchar el llanto de quienes sufren persecución, de quienes tienen que dejar su patria a causa del odio y de la guerra. Hagamos nuestro su llanto y su plegaria. La violencia está siempre agazapada en el corazón del hombre. Hemos de renunciar a que nos desborde, con una fe agazapada en la noche de la imposibilidad del amor. Esa fe ha de hacerse una caricia que cada día abra el cielo, que cada día abra nuestro corazón.

martes, 18 de agosto de 2015

Diaethria clymena


«El caminante que bebe un trago de vino para avivar el espíritu y refrescar la boca, aunque por esto se detenga un poco, no interrumpe el viaje, antes bien cobra fuerzas con qué llegar más pronto y descansado, y si se detiene es para caminar mejor». A. Saudreau