domingo, 26 de junio de 2016

"Domine, vis dicamus, ut ignis descendat de cælo et consumat illos?"

Dominica XIII per annum

Todos recordamos que cuando éramos pequeños se nos inculcaba la cortesía con una célebre fábula. Una zorra invitó a una cigüeña a comer arroz en su madriguera. Sería una receta exquisita e inolvidable. La cigüeña acudió con tanta alegría como apetito. Sin embargo, la zorra sirvió el arroz en un plato extendido, y la pobre cigüeña casi no pudo probar bocado. Su largo pico chocaba inútilmente con el plato, mientras la zorra con pocos lengüetazos devoraba todo el arroz. Así que la cigüeña se retiró, fingiendo con pocos bocados haber saciado su hambre: «Es que de por sí yo como poquito». Pero antes de marcharse ofreció a su vez a la zorra una invitación a comer. Llegado el día acordado, la cigüeña dispuso dos largos botellones llenos de arroz. Se sentó a la mesa con la zorra y se dispuso a comer plácidamente en su botellón. La zorra restregaba su húmeda nariz en la boca del botellón, empinando de cuando en cuando el cuello de la botella con mucha discreción para no parecer mal educada. Pero muy poco pudo hacer para comer, a pesar de su esfuerzo de aguzar su hocico como si fuera el pico de la cigüeña, que disfrutaba complacida su comida.

Moraleja: Ni las cigüeñas ni las zorras comen arroz. Y menos si no se les sirve en el plato adecuado. Si pensamos en serio esta fábula, creo que es importante entender que hay platos para las zorras y botellas para las cigüeñas. Pienso que a la cigüeña debió costarle mucho trabajo entrar en la madriguera de la zorra, y una vez dentro seguramente su claustrofobia le jugó una mala pasada. De seguro se sintió aprisionada. También creo que la zorra difícilmente pudo subir al elevado nido sin escaleras de la cigüeña. Era como jugar al palo encebado. Y aunque sus uñas eran muy buenas para rascar en la tierra, no eran tan buenas para trepar en el liso poste que sostenía el enorme nido.
En el camino alguien le dijo a Jesús: «Te seguiré a dondequiera que vayas». Pero el Señor respondió: «Las zorras tienen madrigueras y los pájaros, nidos, pero el Hijo del hombre no tiene en dónde reclinar la cabeza». Tal vez nosotros, cuando construimos un hogar, tenemos hijos, un trabajo estable y muchas otras seguridades pensamos que los pájaros del cielo y las zorras de los campos tienen en sus madrigueras y nidos una vida así de segura. Pero las cosas no están exactamente así.
Tal vez una zorra tenga mayor seguridad en su madriguera que fuera de él. Pero toda la seguridad de un pájaro no está en su nido, sino en sus alas. Si el peligro se acerca, rápidamente extiende sus alas y levanta el vuelo; si tiene hambre o sed, vuela buscando con qué saciarse; si el calor lo agobia, huye en busca de la sombra. Pero apenas decide construir un nido para criar sus polluelos, entonces se pone en un gran peligro. Si un depredador se acerca, no hay forma de huir con todo y polluelos. Hay que luchar y defender el nido o finalmente escapar, con la vida al más alto riesgo. Toda la seguridad del nido es para los polluelos, no para los pájaros. Tan inseguro es el nido que ningún pájaro sano dudará en abandonarlo apenas los polluelos se vean libres. Pero nosotros no siempre entendemos esto. Pensamos que así como para nosotros la casa es el lugar de nuestra seguridad, así lo es para todos. Por eso Jesús dijo: «Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza». Es como si dijera: «Las zorras se protegen en sus madrigueras, los pájaros no, pero tienen nidos, y yo ni me protejo ni tengo dónde reclinar la cabeza». El énfasis yo lo pondría en la diferencia.
Cuando Santiago y Juan vieron que los de un pueblo de Samaria no quisieron recibir a Jesús porque se dirigía a Jerusalén, le dijeron: «Señor, ¿quieres que hagamos bajar fuego del cielo y que los consuma?» No me explico de dónde sacaron la loca idea de que podían hacer bajar fuego del cielo. Lo cierto es que Jesús los reprendió probablemente con el mismo aire enfadado con que un padre de familia en su sano juicio habría reprendido a sus hijos malcriados si pretendieran incendiar la casa del vecino sólo porque no quiso recibirlos en ella. Eran muchachos ociosos pretendiendo incendiar por pura malicia la madriguera de una zorra o el nido de una cigüeña… sólo porque a ellos no les sirve para más nada. ¡Válgame Dios! Fundir en un mismo fuego y una misma desgracia funesta a justos y pecadores, a buenos y malos, niños y viejos, hombres y mujeres.
Probablemente se trataba de un recuerdo fanático de un oscuro pasaje de la Escritura, tan oscuro que se requería hacer bajar fuego del cielo para tener algo de luz y tratar de entenderlo. Tal vez les vino a la mente el recuerdo fanático de ese pueblo en el que no había niños—¿cómo podría haberlos?— pues nadie acogía la diferencia con hospitalidad fertilizante, todos eran iguales y vivían ahogándose en una misma maldad.
No quedaba más que el viejo remedio del fuego que baja del cielo. Pero el servicio de los discípulos de Jesús es algo nuevo, verdaderamente nuevo. Se trata de servir la diferencia. Seguir a Jesús es servir a los que entierran a sus muertos anunciándoles el evangelio de la esperanza de la misericordia de Dios y de la vida futura. Seguir a Jesús es servir a los nuestros sin darles la espalda, sin despedirnos. El que mira siempre de frente a los suyos empuña el arado y siembra su tierra. El que se despide de ellos, por fuerza mira hacia atrás para decir adiós desde lejos. Pero él no pidió eso. Sólo pidió servir la diferencia con santa indiferencia, sin pretender destruirla, sin querer fundirla en un fuego de odio y de intolerancia. Ciertamente la tolerancia no es una virtud, pues, como enseñó Agustín, «nadie ama lo que tolera, aunque ame tolerarlo». Pero la intolerancia sí es un vicio que se opone a la hospitalidad y a la santa indiferencia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario