viernes, 10 de junio de 2016

Eucaristía, corazón del mundo

II Congreso Eucarístico Arquidiocesano
Ciudad de México
Eucaristía, ofrenda de amor: alegría y vida de la familia y del mundo

En cada familia tenemos un cierto modo de hablar y de comunicarnos. Una frase, una palabra, a menudo significa muchas más cosas dicha en la intimidad familiar, que pronunciada en cualquier otro ambiente. Desde niños aprendemos a leer gestos, expresiones, sonrisas a tal punto que cada presencia se vuelve un diálogo aun en el silencio. Pero cuando estamos delante del misterio de la eucaristía, sucede algo muy diferente. A pesar de que allí todo es palabra y gesto de entrega, la empatía allí no se construye leyendo gestos, interpretando expresiones y palabras, sino atravesando el silencio que permanece. El Señor en el Sacramento guarda un misterioso silencio. Y sin embargo, desde allí, desde su blanca inmovilidad, nos enseña un nuevo «léxico familiar». Sus mociones hablan al corazón, tocan las entrañas, pero sin gestos, sin rostro. Y todos los gestos que el Señor se ahorra, nos envía a buscarlos en los rostros de nuestros hermanos. El Señor en el Sacramento no nos muestra dolor, pero nos manda consolarlo en los que lloran. No nos muestra su hambre, su soledad, su vergüenza, pero nos manda buscar su rostro en los pobres y dolientes, en los arrepentidos. Y todas las palabras que el Señor se calla en el Sacramento, nos manda anunciarlas como Evangelio encarnado, como Palabra de Dios hecha vida.
El Señor Jesús, al entregar la ofrenda de su vida en el altar de la cruz, no sólo quiso que su cuerpo santísimo, su humanidad santificada por su divinidad, fuera transportado al cielo. Quiso también que su vida divina fuera transportada a nuestros corazones y habitara en ellos, y con ellos recorriera nuestros caminos. Por eso, así como un ave preciosa es el alma y el esplendor de una jaula, así la presencia del Señor que late en cada sagrario es el fuego que anima y da vida a nuestras ciudades. Y como el canto de un pájaro, aun estando preso en una jaula, extiende su libertad por el aire, llenando todo de gozosa armonía, así la sublime voz de Dios habla desde su tabernáculo, abarcando y ordenando todo con firmeza y suavidad. Fíjate bien, los pájaros son dueños de los campos y los recorren sin fronteras como legítimos ciudadanos; pero cuando moran en la jaula se dejan servir y esperan de nosotros el alimento de sus campos. Así el Señor, dueño de todo, en cada sagrario espera de nosotros la ofrenda de nuestras vidas, espera nutrirse de nosotros. Porque Dios nos nutre cuando comemos su carne y bebemos su sangre; pero se nutre de nuestras almas cuando nos acercamos a él. Con razón un Maestro se pregunta si Cristo resucitado comió también con sus discípulos cuando se les apareció y les dio a comer pescado y pan. Y responde que sí, pues hay dos modos de comer: uno por necesidad y otro por poder. La tierra reseca absorbe con voracidad el agua porque la necesita; pero también el fuego ardiente la devora, no porque la necesite, sino porque tiene la potencia de consumirla. La devora por gloria. Cristo resucitado no comió porque sintiera hambre y sus fuerzas desfallecieran, sino por la potencia de su vida gloriosa. Así el Señor, fuego que purifica nuestra tierra, viene cada día, en la tarde de nuestros corazones a buscar amor, no porque lo necesite, sino porque es gloria suya nutrirse de nuestras almas. El pan eucarístico nos devora cuando entramos en su presencia. Nos devora por gloria cuando encuentra en nuestras almas la dulzura del afecto, el sazón del gozo y del espíritu de sacrificio, la amargura de la pena, la acidez del dolor. Dios nos come en su eucaristía y así asocia los sabores de nuestras vidas al gusto misterioso de su pasión.
«Él instituyó la eucaristía para que en el mundo latiera sin cansancio el amor de Dios, para involucrarnos en su obra de salvación y para consolarnos con la alegría invencible, la alegría de la vida verdadera, de la fraternidad en la caridad».
El mejor signo de esto, es el de la vid. Toda la savia vital impregna las fibras más íntimas de la vid, y luego de llenar de vida las ramas, los sarmientos, finalmente se cubre de frutos que concentran toda la bondad de la savia. De igual modo la vida divina se comunica y difunde en Cristo, vid verdadera. Cristo es la vid en la que abunda la vida de Dios. Con razón Cristo dice de sí mismo: «Yo soy la vid», porque la vida del Padre fluye escondida en Cristo, lo secreto de su vida divina, lo que nadie puede conocer del Padre, es conocido por el Hijo y él nos lo ha dado a conocer. Cristo nos enseña a gustar y a comprender su propia vida, la vida que nos alimenta. «Como el Padre, que me ha enviado, posee la vida y yo vivo por él, así también el que me come vivirá por mí». Comer a Cristo en la eucaristía es aprender de él a vivir la vida verdadera y a fructificar en ella.
Ahora bien, un Maestro enseña que «los frutos, aunque tan variados como las plantas, tienen en común el contener algo agradable, según su especie, y ser el último esfuerzo de la planta. Ser agradable y ser el último esfuerzo de la planta, son las condiciones necesarias para constituir el fruto propiamente dicho. Por esta razón no se llaman frutos las hojas ni las flores». Pues bien, la vida espiritual se dona amando hasta el extremo. No da frutos buenos el cristiano que, injertado en la vid verdadera que es Cristo, vive sólo de deseos o de servicios cumplidos flojamente, o viciados con malas intenciones. Esos frutos no son dignos de ser llamados así porque no son el último esfuerzo de la planta, no brotan del amor hasta el extremo y les falta la dulzura que viene de haber agotado todo en la entrega de la caridad.
En el misterio de la Cruz, el Señor se dona. Todo el misterio trinitario resplandece en la cruz. Y sin embargo, también se eclipsa por la sombra del sacrificio y de la muerte. Pero en el altar, nuestros ojos contemplan con mucha mayor claridad lo que sucede en el Calvario. Sabemos bien que a lo largo de los siglos los hombres hemos ofrecido sacrificios. En ellos irremediablemente la víctima derrama su sangre, se desangra. Y con la sangre se le escapa la vida a la víctima. Pero el sacrificio de Cristo no es así. En el altar comprendemos mejor lo que sucede en el Calvario. Las especies de pan y de vino se ofrecen separadamente. En un plato ofrecemos el pan eucarístico; en una copa ofrecemos el vino. Entonces, al convertirse en el cuerpo y la sangre de Cristo, el cuerpo no derrama sangre: el cuerpo derrama al Espíritu de Dios, y de la sangre también se derrama la misericordia de Dios, su Espíritu de perdón, el Espíritu Santo. De la carne y de la sangre de Dios mana el Espíritu Santo, emana la misericordia, brota la vida de la gracia, la vida sobrenatural. Por eso los cristianos no comemos carne muerta, sino que comemos la vida misma.
«El espacio privilegiado del amor eucarístico en la ciudad siguen siendo las familias. Su raíz es siempre el amor de Dios por el ser humano, el amor de Cristo por su Iglesia, que con razón se ha relacionado con el misterio profundo del amor matrimonial. La familia articula a la Iglesia y la Iglesia sirve a la familia para que responda a su vocación originaria. Las familias no dejan de ser invitadas a encontrar en la eucaristía la fuente de su propia alegría y la inspiración de su misión de misericordia».
Fíjate bien, cuando encendemos un cirio, ponemos especial cuidado en que la llama no se apague. Y poco nos cuidamos de la cera que se consume. De igual modo, cuando se nos confía ser padres, ser maestros, cuidar de nuestros hermanos, especialmente sabemos que hemos de cuidar sus almas para que se salven. Es nuestra tarea. Sin embargo, ésta no era propiamente la misión del Señor San José. Digamos que a él le fue dado un cirio encendido, pero no debía cuidar la llama, sino la cera. José no tuvo que cuidar la llama viva que ardía en el corazón de María. Ella, la incontaminada, no tenía nada que ensombreciera y amenazara con apagar la claridad de su luz interior. Ningún mal deseo ponía su corazón en otro tesoro que no fueran los divinos misterios. Y el tesoro de misterios gozosos, luminosos, dolorosos y gloriosos estaba bien custodiado por la meditación en el cofre de su corazón. Ella había elegido la mejor parte y nadie se la quitaría. José nunca tuvo que cuidar el corazón de María. Y tampoco el de Jesús. Su trabajo era cuidar las cosas pequeñas, las cosas exteriores, las cosas de cada día, la vida doméstica. Por eso cada día se esforzaba en alegrar el corazón de aquella a la que una espada le habría de atravesar el alma. Y debía cuidar del peso del martillo las manos de aquél que un día pendería de una cruz, clavado. Tuvo que buscar entre fatigas y sudores el pan que nutrió al que nos alimenta con su carne y su sangre. Y enseñó a andar y a volver de Egipto al que es el camino y volvió victorioso de la muerte. José cuidó la carne de Cristo, con toda su alma, con todas sus fuerzas. Nada estuvo tanto tiempo en sus pensamientos, en sus dudas, en sus congojas, sino el misterio de la encarnación de Dios. Bien sabía José que esa carne bendita era la carne que Dios tomó de María Virgen, su prometida. Y por eso la amaba como promesa cumplida. Y al amar la carne de Cristo, al cuidar de ella, José nos amó a cada uno de nosotros, amó a la Iglesia que habría de nutrirse de esa carne bendita. Al nutrir al que alimentó la muchedumbre de la Iglesia, José nos dio vida a todos. Ese pobre José, no hizo más que cuidar la cera con que se alimenta la luz pascual de la Iglesia. No hizo más que dar trigo, agua y calor al Pan vivo, para que de su cielo bajara al altar de la Iglesia. Así nos enseñó José que quien ama al cuerpo de Cristo no puede amarlo sino con amor de familia, con amor doméstico, con amor de Iglesia.

Una última idea, suele pasar que cuando se vive como extranjero en un país lejano, comer los alimentos de la patria resulta un poderoso signo de comunión, de añoranza y memoria de recuerdos alegres. Porque los primeros alimentos, esos con los que más nos identificamos—porque somos lo que comemos—, esos los recibimos como don, acompañado del calor maternal, de la complicidad de los hermanos, de la generosidad paterna. Cuando como extranjeros comemos la comida de la patria, de alguna manera comemos todo lo bello que hemos vivido. Algo así sucede en la eucaristía. La eucaristía es un alimento de añoranza. Un alimento que nos hace sentir nostalgia por la patria, por el banquete del cielo. Comemos la belleza de una patria que no conocemos y ya añoramos. Porque la ira, la violencia, el engaño, la venganza, son vino de dragones que bebemos en nuestras calles, en nuestros trabajos, y que envenena nuestra vida. Son vino que deforma nuestros rostros, les desfigura la belleza. Tal vez en nuestro tiempo lo que más evidente nos resulta del pecado no es siempre su componente moral. Tal vez en nuestro tiempo lo que hace evidente la maldad del pecado es su fealdad. Una vida en el pecado es fea. Una vida sin comunión, cargada de odio y rencores, es muy fea. Olvidar a los pobres, abandonar a los ancianos, asesinar a los pequeños, es algo feo. No hay belleza en nada de eso. Comer la eucaristía es comer la belleza. La belleza que puede recordarnos lo que somos, la belleza que puede transportarnos a la patria que nos espera. «¡Gusten y vean, qué bueno es el Señor!»

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