domingo, 12 de junio de 2016

"Simon, habeo tibi aliquid dicere"

Dominica XI per annum

Un buen amigo mío suele decir que cada persona, por dentro, es como si llevara una caja. Sí, una caja enigmática. Y lo que es más curioso es que esa caja se abre sólo con una llave; pero por alguna extraña razón hemos perdido esa llave. Por lo mismo, pasamos buena parte de nuestra vida buscando la llave. Y mientras no encontramos la llave, nos suceden muchas cosas: a veces nos enfermamos de tanto buscarla; otras veces intoxicamos a los demás con nuestro frenesí; unas veces saboteamos nuestra propia biografía con nuestro desánimo, y otras veces no paramos de arruinarle a otros la vida. Simplemente porque estamos buscando la llave perdida.
A veces nos sentimos tan miserables, tan empobrecidos por haberla perdido, que se la cobramos a todos los que pasan por nuestra historieta. Cada uno debe pagar su cuota de conflicto, de sufrimiento, de abandono o de dolor para que yo pueda encontrar la llave perdida, la llave que me ha abandonado. Otras veces sentimos que lo único que nos hace valiosos en la vida es haberla perdido y estarla buscando. Unas veces nos sentimos enojados porque los demás no son la llave que nosotros queremos que sean. Y otras nos pintamos la sonrisa de un cinismo indolente, alegrándonos de que el otro no sea la llave para que así tengamos un buen pretexto para seguir buscando.
A veces sospechamos que la llave perdida está en el fondo de una botella de alcohol, ahogándose entre lágrimas y humillaciones. Otras veces se nos figura que está metida entre los pliegues del asiento de un coche de lujo o flotando arrogante en la alberca de una residencia magnífica. Y hacemos toda clase de trampas y corrupciones para tener la casa y el coche. Pero luego no encontramos la llave allí y con ambición renovada sentenciamos que habrá que ir a buscarla a otra parte. A veces incluso usamos armas para ir en busca de la llave perdida. Y nuestras armas son tan grandes como grande es nuestro miedo a que se nos arrebate la vida antes de que la encontremos.
A veces, mientras buscamos la llave, nos volvemos como un hámster que corre en una rueda. Siempre tiene la sensación de que sube y de que avanza, pero en realidad ni sube ni avanza. Permanece abajo y en su mismo lugar, aunque haya corrido noches enteras sin detenerse un instante en su fuga laboriosa.
Lo más raro de este asunto, dice mi amigo, es que no sabemos qué hay en la caja. Y esa ignorancia nos agobia, nos frustra, nos tiene ansiosos. Esa ignorancia nos mantiene en una búsqueda desesperada, a menudo con la sensación de que esta vez el hallazgo ya está a la vuelta de la esquina. No sabemos lo que hay en la caja. Puede ser que dentro de la caja haya un pasado doloroso, oscuro, algo que es mejor no recordar y dejar allí dentro. Alegrías borradas demasiado pronto. Sueños y familias vacías como olas. O puede ser que no haya nada... ¿Y si no hay nada?
Una mujer «fue y se puso detrás de Jesús, y comenzó a llorar, y con sus lágrimas le bañaba sus pies, los enjugó con su cabellera, los besó y los ungió». Había tomado consigo un frasco de alabastro, el frasco de su propia vida, la caja escondida. Y cuando se acercó a Jesús algo se abrió. El ungüento que estaba en la caja de alabastro era un perfume con que ungió los pies de Jesús. Era un perfume mundano, el perfume de eso que solemos llamar «una mala vida». El aroma de tantas historias turbulentas de su propia ternura y crueldad, el pesado perfume de una búsqueda incansable, el residuo amargo de sus muchos fracasos. Era uno de esos perfumes que pronto te hartan. Y por eso tuvo que diluirlo con lágrimas. Había encontrado la llave perdida, y lloraba con el intenso vapor de toda una vida perdida.
Simón, el fariseo, también buscaba su llave perdida. Como todos. Pero al ver que Jesús confiaba en aquella mujer, se sintió decepcionado. Jesús no era la llave perdida que abriría su caja hermética. No era la llave sabelotodo: «Si este hombre fuera un profeta, sabría qué clase de mujer es la que lo está tocando. Es una pecadora». Pero el Señor abrió la caja con su fuerza. ¿Y dentro?, dentro no había nada. No había agua para los pies, no había beso de saludo, no había aceite para la cabeza. Y tampoco había muchos pecados. Bueno, sí, unos cuantos. Pero, todo sumado había poco que perdonarle y amaba poco.
Queridos hijos e hijas, todos buscamos una llave que dé sentido a nuestras vidas. Una llave que abra la caja oculta de lo que hay en nosotros. No sabemos nada de lo que cada uno lleva en la caja. Puede estar llena, puede estar vacía. Y no sé qué es mejor ni qué es peor. Pero algo es verdadero: dentro de la caja hay algo que nuestros ojos no ven, pero que siempre está allí. Es la misericordia de Dios, es su gracia, es tu oportunidad de salvarte. Y es la razón por la que Dios abre tu caja. Porque más allá de la nada o de todo lo que tú hayas escondido allí, a veces hasta el olvido, Dios ha querido poner allí, en lo íntimo de lo íntimo, el don de su misericordia para que no dejes de buscarla. Y esa misericordia puede curar enfermedades, liberar de espíritus malignos, y hasta puede librarnos de nosotros mismos. No podemos ver la misericordia de Dios, pero está allí, y si la acogemos, lloraremos como lloran los recién nacidos, precisamente por estrenar la vida nueva, nacida de la conversión.

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