In
vigilia paschalis
Cuando Dios hizo
a los primeros padres no les concedió poder verlo. Dios les hablaba y ellos
escucharon su voz. La mano divina tocaba todo lo que tocaba la mano humana. La
voz de Dios les habló al oído y su palabra llegaba a sus corazones. Pero
nuestra mirada aún aguardaba ver la mirada divina: «A Dios
nadie lo ha visto jamás». Luego vino el pecado y el hombre oyó los pasos de
Dios al atardecer, tuvo miedo y se
escondió. Desde esa tarde el mundo buscó el silencio
porque el silencio es lo más parecido a la voz de Dios. Lo encontraba en el
viento impetuoso de la cima de las altas montañas, en el canto de los árboles y
de sus pájaros, en la fricción nocturna de alas de grillos y mariposas. El
viejo silencio de Dios estaba allí, hablando en las voces de sus criaturas.
«En
distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios a nuestros padres por medio
de los profetas». Peo también la voz de los profetas se ahogaba entre el
vocerío y las piedras del mundo. Luego vino Dios al
mundo. Y treinta años de su vida terrena estuvieron dedicados a la vida
monástica. En el taller del que obra maravillas, por treinta años resonó el
martillo, la garlopa, la sierra. Y con ellos habló Dios al mundo. Le habló del
misterioso árbol que renunciaba a tocar las cuerdas del viento y cantar con él
para convertirse en la cuna donde duerme y se arrulla al niño que mendiga leche
y silencio. Le habló al mundo del árbol misterioso que cayó por tierra para
convertirse en una barca desde la que Dios proveía al hambre de sus hijos y calmaba
la tormenta con que a unos pobres pescadores se les acababa el mundo. Las
herramientas de Dios monje produjeron la música que acompañó treinta años de
plegarias. «Cristo, en los días
de su vida mortal, ofreció ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas a aquel
que podía librarlo de la muerte y fue escuchado por su actitud reverente».
Luego salió del claustro y caminó como hombre entre los hombres por tres años.
Por los tres años del ministerio de su vida pública, el Señor había llevado
vida oculta de oración y trabajo otros treinta. Así nos enseñaba que la vida
cristiana es siempre una vida que Dios aparta. A veces nos aparta como
estrellas lejanas en la soledad del firmamento. Otra veces nos esconde en un
silencio no de abejas, ni de trigales o de alamedas, sino en el receso de un
patio de escuela o en el tráfico casi inerte de las horas pico. Y también en
ese silencio ruidoso habla Dios.
Todavía estaba
oscuro, María Magdalena y la otra María fueron al sepulcro. Apenas habían
pasado unas cuarenta horas, tres días mordisqueados. Y el silencio de Dios rodó
la roca del sepulcro. La roca que nos impide ver a Dios hecho hermano nuestro
había sido rodada. Esa roca que nos impide ver a nuestra hermana abrazada en su
muerte por la compasión de Dios. Y el ruido era silencio. Era un ruido de esos
con que Dios acostumbra hablar. Como el ruido del viento, del grillo, del
martillo, del temblor.
Fíjate bien, el
ángel dijo a las mujeres: «Sé que buscan a Jesús, el crucificado.
No está aquí, ha resucitado». La sombra de la cruz permanece haciendo un ruido
silencioso detrás del crucificado. Y nuestros cirios de la pascua llevan
también su signo. La cruz no se aparta de la luz de la pascua, porque tampoco
desaparece del misterio del mundo. Con toda verdad una Maestra enseña: «salvar
al mundo no es darle la felicidad, es darle el sentido de su pena y, en medio
de ella, un gozo que nada ni nadie le puede arrebatar». Nuestro gozo va más
allá de haber escuchado a Dios en sus obras y en las nuestras. Nuestro gozo es
haber visto a Dios con nuestros ojos. Y es que la cruz es una antorcha
encendida que muestra a Dios sumergiéndose en la noche de nuestra muerte. Y es
la cruz un cirio encendido que nos permite vernos a nosotros mismos sumergidos
en la luz de Dios, en su claridad de la vida divina, con y a pesar de todo.
María Magdalena y la otra María abrazadas a los pies del Señor nos recuerdan
que él abrazó primero nuestros pies en la noche de su pasión. Y nuestros pasos
lo arrastraron a la muerte mientras los lavaba con su amor. Ahora ellas,
abrazadas a los suyos. son enviadas a los hermanos para que todos juntos,
conociendo a Dios visiblemente seamos arrastrados al amor de lo invisible.
«Oh, Jesucristo,
que has destruido la muerte con tu muerte, otorgando la vida a los que estaban
en la tumba, acepta esta pequeña ofrenda de oración como dulce fragancia
espiritual, y a todos los que estamos en las tumbas de la desesperanza, concédenos
la vida eterna para que podamos cantarte: “Aleluya”».