Dominica
palmarum
En el sermón de la montaña el Señor afirmó: «Dichosos los
sufridos, porque heredarán la tierra». Allí se promete la posesión de la tierra
a los sufridos y a los mansos, a los humildes y sencillos. Y esa tierra
prometida a los sufridos, no es otra sino nuestra carne, la tierra de la que
fuimos formados. Nuestros cuerpos ahora humildes, vulnerables, sufridos, serán
transformados en la feliz resurrección y se verán revestidos de una gloriosa
inmortalidad. Nuestra carne, revestida así de inmortalidad, en nada será
contraria ya al espíritu, antes bien, vivirá siempre en unidad perfecta y en
consentimiento pleno con el querer del alma.
Esta tierra, pues, la poseerán los sufridos con una paz perfecta. De esta
tierra bienamada que hemos de recibir como recompensa por nuestras fatigas y
sufrimientos, el Señor nos dejó entrever su misterio en su santa Pasión. Con
razón el amado en el Cantar de los
cantares susurra a su amada: «Ya han brotado flores en el campo, ha llegado el
tiempo de cantar, y el arrullo de la tórtola se oye en nuestra tierra». Porque
el cuerpo de Jesús es el campo de nuestra humanidad, en el que brotan flores,
las flores de sus llagas, las flores de su amor. Y las almas creyentes han de
acercarse a sus llagas como las abejas se acercan a las flores, para obtener de
ellas toda la dulzura secreta, escondida, la miel de la esperanza que hace
respirar de nuevo, aliviada, a nuestra humanidad.
Fíjate bien, hoy el Señor entra en la Ciudad Santa, la Ciudad de David y
Salomón, la ciudad de los profetas. Ha elegido un borrico junto con su madre
para entrar en ella: «Vayan a la aldea de enfrente, encontrarán allí una
borrica atada con su pollino, desátenlos y tráiganmelos». Los ha elegido para
mostrar nuestro misterio: la borrica representa nuestra humanidad acostumbrada
a las fatigas y trabajos, pero el pollino representa la vida nueva que el Señor
nos trae.
Fueron entonces los discípulos y los trajeron como les había mandado Jesús,
les echaron encima sus mantos y el Señor montó en ellos. Eligió una borrica y
su pollino porque los asnos suelen ser humildes. No tienen la arrogancia de
algunos caballos, ni son útiles para la guerra, pero humildemente trabajan la
tierra y cargan con cualquier fatiga que se les imponga. Y así era el misterio
del Señor, como dice Isaías profeta: «eran nuestras dolencias las que él
llevaba, eran nuestros dolores los que le pesaban. Nosotros lo creíamos azotado
por Dios, castigado y humillado. Y eran nuestras faltas por las que él era
destruido; nuestros pecados, por los que era aplastado. Él soportó el castigo
que nos trae la paz, por sus llagas hemos sido curados».
El Señor conquistó los corazones de su Ciudad Santa con la humildad,
paciencia, dulzura y mansedumbre de una borrica y su pollino. Y así como la
borrica protege y nutre a su pollino, así el Señor ordenó a sus Apóstoles
desatar la borrica y el pollino diciéndoles: «Desátenlos y tráiganmelos. Y si
alguien les dice algo, díganle que el Señor los necesita y pronto los devolverá»,
indicando la obediencia y docilidad que han de tener nuestras almas cuando por
la corrección seamos desatados del yugo del pecado por los sucesores de los
Apóstoles y alimentados por sus enseñanzas seamos conducidos a Dios. El Señor
necesita almas así dispuestas por la mansedumbre, la humildad y la obediencia.
Son esas almas la borrica y el pollino con que conquistará los corazones del
mundo, los corazones fatigados y sedientos que el Señor llama a la fuente de su
compasión.
«Ya han brotado flores en el campo, ha llegado el tiempo de cantar». Despojémonos
pues de nuestros vestidos de orgullo, impaciencia y vanagloria. Al ponerlos a
los pies de la mansedumbre y la humildad de Cristo que pasa, se convertirán en
flores de conversión para sanar al mundo.
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