Varios animales
estiman mucho nuestra compañía. Otros son muy ingeniosos para esconderse o
escapar apenas vistos. Conocemos el caso de un conejito de una dulce monjita. Al inicio fue puesto en una hermosa jaula.
Parecía feliz. Corría y saltaba en ella y se dejaba acariciar por todos. Luego
fue creció un poquito y fue puesto en un corral en el patio y, digamos así,
conoció entonces el mundo exterior. Luego lo soltaron a que jugara en el jardín
y pues comenzó a disfrutar largas horas tirado de panza sobre la hierba verde,
mordisqueando plantitas, rascando en la tierra y revolcándose en el polvo hasta
dejar gris su blanco pelaje. Entonces comenzó a huir de cualquier caricia o
cosquilla. Y por las tardes era muy difícil atraparlo para cobijarlo en un
lugar seguro. Prefería su vasto jardín y esconderse donde sólo él sabía. Y a
veces sucede así con nuestras almas, preferimos nuestro polvo y nuestros
escondites cuando Dios viene a buscarnos. Pero no todos los conejitos son
iguales. La dulce monjita tuvo algunos que también aprendieron a correr por el
jardín pero volvían siempre al atardecer o cuando su dulce amiga les invitaba a
gustar una zanahoria.
Mira bien que esta
tarde Dios está en medio del jardín del mundo. Encima de su cabeza está
escrito: «Jesús el nazareno,
rey de los judíos». Dicen los Maestros que es llamado nazareno
porque Nazaret significa «Ciudad de flores». Es que en él germina y florece el
amor. Otros dicen que Nazaret significa fortaleza, refugio, escondite. Y él es
llamado nazareno porque en la cruz nos invita a gustar sus nuevos brotes, el
aroma de la virtud de sus llagas, y a escondernos con él en el amor.
Esta tarde nos
llama a quedarnos junto a él: «Hoy estarás conmigo en el paraíso». Un
ladrón lleva en su espalda la cruz de una vida violenta, injusta, brutal,
pecaminosa. Y sin embargo, cuando quiso gustar la dulzura del perdón, invocó al
Señor y fue acariciado en la cruz con la promesa de estar con Cristo en el
paraíso, libre ya de los peligros de la noche del mundo.
En nuestras
tierras existe un pájaro de plumas pardas. Se nutre de semillas, algunos frutos
y pequeños insectos que plagan los cultivos. De esos frutos toma un color rojo
encendido que adorna su frente, su pecho y su espalda. Algunos de esos pájaros
de humilde plumaje fueron capturados y llevados a frías tierras lejanas. Los
habitantes de esas tierras eran duros y de corazones tristes. Así que los
pusieron en jaulas, colgando de los árboles junto a las ventanas de sus casas.
Allí nuestros pájaros no tenían la alegría de gustar frescos frutos que
mantuvieran su color rojo encendido. Y sus plumas adquirieron un seco tono
amarillo. Pero seguían cantando. Así sanaban el corazón frío y triste de
aquellos hombres y ésa era la alegría que les hacía cantar más a pesar de ver
palidecido su color. Y así sucedió con Cristo en la cruz. Colgado en el árbol
de la cruz, en la jaula de nuestra humanidad, Cristo palidece cuando su
abandono en la muerte pone fin a sus dolores, frutos frescos de su pasión. Y
mientras palidece sumergiéndose en el sueño de la muerte, Cristo canta. La cruz
es su púlpito, su aula, su anfiteatro. Canta con la fuerza de un amor que sana
los corazones. Canta su victoria, la conquista de almas frías y enfermas. Canta
diciendo: «Hoy estarás conmigo en el paraíso». Y las almas limpias, las almas
lavadas con el llanto de la contrición perfecta se esconden en su amor. Él es
nuestra ciudad floreciente, nuestra fortaleza, nuestro escondite.
Así que quien
quiera entrar en esta ciudad floreciente, para anidar en Dios, sosténgase firme
con los clavos de la cruz. No tengas miedo al rigor de primer clavo que es la
firmeza de la fe. Alégrate de perseverar en la serenidad de la esperanza, que
es el segundo clavo. Descansa fijo en la obediencia diligente del clavo de la
caridad. Porque así como las perlas y las piedras más preciosas se perforan con
diamante, así el Señor ha elegido los más nobles clavos para labrar las más
hermosas joyas espirituales, nuestros corazones, botín de su tremendo combate,
de la victoria de su pasión.
Abre los
ojos y contempla a la Virgen Madre, de pie junto a la cruz. Es una jaula vacía
porque el canto del amor ha cesado. El jilguero de roja frente se ha dormido,
ha escapado el gorrión del amor. Y el discípulo que no se atreverá a entrar en
la tumba vacía, entra ahora en el corazón de la Madre: «Allí tienes a tu
madre». Ninguna palabra pronunció la Madre contra el honor del Padre. Ninguna
contra la vileza de nuestra humanidad. La inocentísima guardó silencio,
cobijando todo lo que el Hijo amaba en su corazón. Oh incontaminada, no
ensucien mis llantos tu silencio. Oh, hermosa estrella, no opaquen tu luz las
brumas de mi noche. Oh, sincerísima, salvación de los prisioneros, madre de los
huérfanos, salud de los enfermos, escucha la plegaria de un pecador que te ama
entrañablemente y que busca refugio en la soledad de tu corazón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario