La Hora de las Tinieblas, había dicho el Dulcísimo Jesús en
cuya mente divina sólo había luz; en cuyo corazón, el indómito valor de un amor
sin orillas. No le quitaban la vida; Él la daba para volverla a tomar. El
triunfo del Príncipe de las Tinieblas sería momentáneo… aparente. La luz del Divino Resucitado, sobre quien la
muerte no tendría ya dominio, jamás se apagaría. La luminosa sencillez de la
Tumba Vacía vencería al Poder de las Tinieblas.
Era de noche. Noche en la mente y en el corazón de aquellos
epígonos del callismo que, por mal
razonadas, cobardes, diabólicas consignas, habían decidido la muerte del P.
David Uribe.
En el mártir, en cambio, a pesar del natural y humano azoro que
debe causar arrostrar la muerte, todo era luz. Había deseado ardientemente, así
lo había dicho con frecuencia, dar su vida en defensa de su fe. ¡Cuántas veces
pidió oraciones para obtener esa gracia! Sentía que para esa hora había nacido;
que para eso había venido al mundo, para ser un testigo, un mártir de la
Verdad. Anhelaba rubricar con su sangre lo que con su palabra y con su vida
había predicado. Y… la detonación de aquel artero balazo en la nuca, hendió el
silencio de las tres de la mañana de aquel doce de abril, Martes Santo, de
1927.
El cuerpo, exánime, cayó en la gleba de aquella tierra de
labranza; cayó el grano de trigo; en el surco, para ser fecundo. Se quebró el
alabastro para que el perfume de sus virtudes humanas, cristianas y
sacerdotales empezara a llenar toda la Casa. Cayó el cuerpo y callaron los
labios de quien sólo anunció cosas buenas, para que la elocuencia del martirio
proclamara la fuerza del Evangelio.
Para él había terminado la noche y resplandecía ya el Sol
que nunca tendrá ocaso.
Un mes antes de su sacrificio, el doce de marzo, escribía:
“Terminada la noche del sufrimiento, aparecerá radiante el día de la felicidad.
¡Así Dios lo haga!”
Y el Señor… así lo hizo».
Proemio del libro Beato P. David Uribe Velasco. Vida y martirio, escrito por el R.P. José Uribe Nieto, de muy amada memoria.
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