domingo, 28 de octubre de 2012

"Rabboni, ut videam"

Dominica XXX per annum

Cuando nacemos, tenemos los ojos cerrados. Nuestros párpados guardan celosamente los débiles ojos para protegerlos de la luz. Lentamente los ojos se acostumbran y comienzan a ver confiados la grandeza del mundo. Ver es una de esas pequeñas acciones elementales de la vida. Ver nos hace más grandes. Ver es correr con el alma. Abres los ojos y tu alma corre como un niño pequeño que se suelta de las manos de sus padres y se apresura a arrojarse sobre el campo grandioso del mundo. Nacemos sin ver la luz porque Dios no ha querido privarnos del gozo de verla por primera vez. Y Dios ha querido que una y otra vez seamos ciegos para tener una y otra vez el gozo de volver a ver.
Cuando nos acercamos a nuestro prójimo, todo inicia con ceguera, mendigando ayuda, apostados a un lado del camino. Sabemos casi nada de los demás. Lentamente nuestros ojos se abren a la luz que brilla en los ojos del prójimo y que nos llama a buscar el interior del corazón, con todas sus posibilidades y oportunidades. Entonces el amor es ya posible, pues a través de la mirada entramos en el camino, buscando la fuente de lo mejor que hay en cada hombre.
Las vidas de los hombres serían menos difíciles si cada uno pudiera ver lo que hay en el corazón de su prójimo. Un monje se hace sabio a través de la soledad, del silencio, de la contemplación de la verdad y sus misterios. Pero comienza a ver más cuando ama, pues amar es mirar por dentro. Una madre mira todo lo que hacen sus hijos, pero comienza a amar cuando mira por dentro, cuando intuye sus necesidades, preocupaciones y dolores, sus ilusiones y esperanzas. Un padre de familia sabe todo lo que debe proveer, conquistar, alcanzar, pero sólo cuando ama sabe verdaderamente qué necesitan su esposa y sus hijos.
Algo así sucede también con el conocimiento de Dios. Nosotros no hemos visto su rostro; más bien, lo primero que tenemos ante nuestros ojos es una gran ceguera. Por eso es comprensible que muchos nos pregunten ¿qué será de Dios, pues no lo vemos? Dios ha querido que en el tiempo presente nuestros ojos no lo vean para no privarnos del gozo de irlo encontrando entre las sombras del mundo. Nosotros no hemos visto a Dios, y sin embargo su rostro está en el anhelo del alma como una luz que nos anima a buscarlo, pero a buscarlo dentro de él, pues como el corazón del hombre, también Dios es un abismo de interioridad. Sólo cuando se entra en el corazón del prójimo y sólo cuando se entra en el corazón de Dios, podemos decir que hemos dejado de ser ciegos. Eso es el amor. Que Dios nos conceda abrir nuestros ojos hacia el interior del prójimo y hacia el interior de Dios, así seremos capaces de amar, pues amar es mirar por dentro.

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