Dominica XXX per annum
Cuando nacemos, tenemos los ojos cerrados. Nuestros párpados guardan celosamente los
débiles ojos para protegerlos de la luz. Lentamente los ojos se acostumbran y
comienzan a ver confiados la grandeza del mundo. Ver es una de esas pequeñas
acciones elementales de la vida. Ver nos hace más grandes. Ver es correr con el
alma. Abres los ojos y tu alma corre como un niño pequeño que se suelta de las
manos de sus padres y se apresura a arrojarse sobre el campo grandioso del
mundo. Nacemos sin ver la luz porque Dios no ha querido privarnos del gozo de
verla por primera vez. Y Dios ha querido que una y otra vez seamos ciegos para
tener una y otra vez el gozo de volver a ver.
Cuando
nos acercamos a nuestro prójimo, todo inicia con ceguera, mendigando ayuda,
apostados a un lado del camino. Sabemos casi nada de los demás. Lentamente
nuestros ojos se abren a la luz que brilla en los ojos del prójimo y que nos
llama a buscar el interior del corazón, con todas sus posibilidades y
oportunidades. Entonces el amor es ya posible, pues a través de la mirada
entramos en el camino, buscando la fuente de lo mejor que hay en cada hombre.
Las
vidas de los hombres serían menos difíciles si cada uno pudiera ver lo que hay
en el corazón de su prójimo. Un monje se hace sabio a través de la soledad, del
silencio, de la contemplación de la verdad y sus misterios. Pero comienza a ver
más cuando ama, pues amar es mirar por dentro. Una madre mira todo lo que hacen
sus hijos, pero comienza a amar cuando mira por dentro, cuando intuye sus
necesidades, preocupaciones y dolores, sus ilusiones y esperanzas. Un padre de
familia sabe todo lo que debe proveer, conquistar, alcanzar, pero sólo cuando
ama sabe verdaderamente qué necesitan su esposa y sus hijos.
Algo
así sucede también con el conocimiento de Dios. Nosotros no hemos visto su
rostro; más bien, lo primero que tenemos ante nuestros ojos es una gran
ceguera. Por eso es comprensible que muchos nos pregunten ¿qué será de Dios,
pues no lo vemos? Dios ha querido que en el tiempo presente nuestros ojos no lo
vean para no privarnos del gozo de irlo encontrando entre las sombras del
mundo. Nosotros no hemos visto a Dios, y sin embargo su rostro está en el
anhelo del alma como una luz que nos anima a buscarlo, pero a buscarlo dentro
de él, pues como el corazón del hombre, también Dios es un abismo de
interioridad. Sólo cuando se entra en el corazón del prójimo y sólo cuando se
entra en el corazón de Dios, podemos decir que hemos dejado de ser ciegos. Eso
es el amor. Que Dios nos conceda abrir nuestros ojos hacia el interior del
prójimo y hacia el interior de Dios, así seremos capaces de amar, pues amar es
mirar por dentro.
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