domingo, 31 de diciembre de 2017

"...et loquebatur de illo omnibus"

In festo Sanctæ Familiæ DNJC

Un bien conocido escritor mexicano mientras jugaba con sus nietecitos se detuvo un instante para observar un nido de golondrinas: «Llega la golondrina madre, se posa sobre la sabia alfarería de su nido y me mira como diciendo con orgullo: “¿Qué tal, eh?” Yo no soy menos. Con mis dos nietos de la mano le digo a ella en igual tono: “¿Qué tal, eh?” Pienso esto: Dios nos está mirando a todos—a las golondrinitas y a su madre; a mis nietos y a mí; a la tierra con todas sus criaturas y al mar con sus pescaditos; a la espléndida vida generosa—y le dice también a alguien: “¿Qué tal, eh”?»
Es que el mundo entero es una gran obra de alfarería en la que Dios anida. Fíjate bien, cuando Jesús nació, la mirada humilde y pura de María se elevó en un alto nido de misterios. En sus ojos había ya nacido una inocente chispa de la luz desde que el ángel le habló de la encarnación de Dios. Y ahora la luz nacía escondiéndose en pequeñez humana. Pero sólo Dios—no los ángeles ni nadie más—podían ver toda la profundidad, sabiduría y belleza del misterio del amor de Dios hecho niño. Cada latido, cada respiro, cada puchero del pequeño balbuciente embriagaba el corazón del Padre. Porque cada vez que el pecho del pequeño se elevaba por la suavidad de un respiro y descendía exhalando la suave brisa de su aliento, lo hacía por amor y obediencia al Padre. Por amor nuestro, la gloria de Dios exhalaba su suave brisa en el aire común que todos respiramos. Y el Padre miró al mundo con un amor que susurraba: «¿Qué tal, eh? ¡Cuántas veces quise cobijarte como la gallina a sus pollitos!»
El mismo Maestro afirma: «En el cielo, según es bien sabido, hay varias jerarquías. Están los ángeles y los arcángeles, los serafines y los querubines, los tronos, las virtudes, los principados, las potestades y las dominaciones. También están los santos: las vírgenes, los mártires, los confesores. Todos ellos se la pasan cantando eternas alabanzas al Señor. Hay, sin embargo, otro departamento aparte. Ahí se encuentran los más felices entre todos los bienaventurados. Son los abuelos y las abuelitas. Se la pasan hablando de sus nietos. Para ellos eso es el paraíso».
Y en parte tiene razón. Tal vez María y José amen entrar en ese lugar. Allí estarán Simeón y Ana. Esos dulces ancianitos que recibieron con amor al Niño cuya espera hacía tiempo mantenía vivo el latido de sus corazones. Y así hemos visto a Dios vivir entre nosotros. Dos ancianitos no dejaban de hablar del Niño porque lo amaban con amor de abuelos y eran así la suave imagen del amor del Dios ancianito que no cesa de hablar de su Hijo amado.
Suele decir nuestro Maestro: «Si hubiese sabido antes lo que es ser abuelo, habría tenido primero a mis nietos y luego a mis hijos». Y con inspirada prudencia un poeta cristiano invoca a María: «Virgen Madre, hija de tu Hijo», pues Dios ama a María con la dulzura de amor con que se ama a la hijita de un hijo muy amado. Y ama a su Hijo hecho hombre con el amor inmenso de quien ama al hijo de su hija. Y con ese amor nos ama a todos.
Pero si es cosa de ancianitos no dejar de hablar de sus nietos, san José no dijo nada. Toda una vida junto a María y Jesús y ninguna palabra. Tan cerca del misterio y ninguna disertación. Mil preocupaciones y ninguna cartita de amor que dejara nada en claro. José no dijo nada. Su silencio eran besos, caricias, brazos elevando al cielo al Dios niño que ríe cuando de él hablan los entendidos, palmaditas en la espalda para premiar la ciencia y el arte del hacedor de todo.
Fíjate bien. Cuando el Príncipe de los Apóstoles, Pedro, vio la gloria de Dios sobre el monte Tabor, todo fuera de sí exclamó: «¡Qué bien se está aquí, hagamos tres chozas!» Evidentemente el santo pescador era muy hogareño, a pesar de que vivía flotando en una barca, de acá para allá. Nos sorprende en cambio que Simeón, que frecuentaba mucho el templo, y que tal vez se la pasaba más a gusto allí que en su casa, cuando vio al Salvador exclamó: «Ahora deja ir a tu siervo en paz». Simeón apenas vio la Salvación de Dios y ya se quería ir… ¿A dónde? Pero si la cosa apenas comenzaba…
Simeón, habitaba en Jerusalén, que significa Ciudad de paz, cuando fue conducido al templo por el Espíritu, para que tomara en sus brazos al trofeo de su oración, de sus brazos tanto tiempo levantados. Y fue el Espíritu que moraba en el corazón de Simeón el que lo condujo al templo para que él, que conocía ya al Verbo eterno como Verdad y Vida, lo conociera ahora como Camino. «¡Miren cómo el Señor en su bondad nos enseña el Camino de la Vida!» Por eso dice Simeón: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz», que es como si dijera: «Señor, qué bien se está aquí, en tu Ciudad de Paz, donde marchamos libres y pacíficos, llevando al Niño de nuestro amor en nuestros brazos, trofeo de tu victoria».
Pero el buen Pedro no pensaba todavía en la Ciudad de Paz, sino en la seguridad de la Iglesia peregrina, que todavía está en camino hacia la Jerusalén del Cielo, hacia la Ciudad de Dios. Esta Iglesia salmodia, y acompasa su marcha con un ir y venir, como una barca en el mar, que las olas llevan y traen. Sube con la humildad, baja por la soberbia; se acerca al puerto con el soplo suave de la caridad, se aleja con las borrascas de las discordias.
Pedro es todavía un padre, no un abuelo, y aún tiene que construir las chozas de la Iglesia para socorrer al indigente, para consolar al afligido, para compartir las lágrimas y el dolor de los que sufren, y abrir la puerta a quienes quieran entrar, para custodiar la lealtad y hospedar la misericordia y la compasión. Pues la Iglesia aquí en la tierra aún es hospital de campaña. Hasta que llegue el día en que, desaparecida toda miseria y todo dolor, habitemos en la Ciudad de la Paz, morada del Espíritu Santo. 

domingo, 29 de octubre de 2017

"In his duobus mandatis universa Lex pendet et Prophetæ"

Dominica XXX per annum

Un Maestro enseña que en una ocasión un caballero poderoso dio una moneda por amor de Dios a un pobre que le pedía limosna. Pero como al instante se acercó otro que también le pedía, no quiso darle más nada de lo que tenía de sobra. Entonces el pobre que recibió la moneda compró un pan y dio la mitad de su pan al pobre que no había recibido nada. Cuando el caballero lo supo, mucho se maravilló de que aquel pobre tuviera mucho más caridad con la única moneda que tenía, que él con toda su riqueza. En efecto, Dios se hizo nuestro pobre por amor nuestro para convidarnos de su pobreza. Porque nosotros necesitamos más compartir la pequeñez que la grandeza. En las pequeñas cosas de cada día, en los pequeños gestos de amistad, en la pequeña migaja del pan cotidiano recibimos la grandeza de la caridad y del amor.
Un poeta cuenta que hay una isla en la que habitan todos juntos los sentimientos humanos. En una ocasión un sentimiento de miedo hizo pensar que la isla entera se hundiría. Así que cada sentimiento quiso ponerse a salvo. Desvalido y pobre estaba escondido el amor cuando vio marcharse al orgullo en un gran barco cargado de riquezas y que rompía olas vacías como su alma. No había espacio para el amor ni en las olas ni en el barco. Luego vio marcharse a la tristeza, en un pequeño bote, sola, y tampoco con ella había lugar para el amor, pues ella, en el fondo de su barca, no anhelaba más que estar sola. Enseguida se puso en marcha la ira, empujada por la cobardía. Juntas emprendían una fuga de fuego y de viento, pues la ira es fuego pero la impulsa el aliento frío de muerte de la cobardía. En un barco alegre, lleno de bailes y festejos partió la felicidad que entre tanta bulla se marchó también sin el amor. En fin, cuando el amor estaba totalmente abandonado, cuenta el poeta, un ancianito le tendió la mano. Y, sorprendido, el amor preguntó al anciano quién era. Y al ver su sonrisa infantil, comprendió que era el tiempo, pues sólo el tiempo no abandona al amor.
Pero yo les digo, que el tiempo se lo lleva todo, pero el amor no abandona al tiempo, porque el amor es eterno y quien ama ha cumplido ya todos los tiempos, todas las leyes, todo con Dios. «Ha nacido de Dios y conoce a Dios».
Sin embargo, son tan pocos los que no abandonarían jamás la caridad. Pero quienes la aferran son dueños de Dios, aunque no tengan del mundo más que pequeñeces de cada día. Con toda verdad un Maestro cuenta que en una ocasión un joven preguntó a un sabio ermitaño: «¿Por qué la caridad se ha perdido tanto y se multiplica la crueldad?» A lo que el ermitaño respondió contándole: «Hijo mío, en una ciudad había un obispo que era muy avaro y el príncipe de aquella ciudad era muy malo y cruel; pues en ambos flaqueaba la caridad y los poseía la crueldad. Todos los hombres de aquella ciudad recibían mal ejemplo, por lo que también en ellos menguaba la caridad y crecía la crueldad. En aquella ciudad había un varón de vida santa, hijo de la caridad, y que era pobre en cuanto a los bienes temporales, pero era rico en los espirituales. Un día ocurrió que el príncipe y el obispo cabalgaban juntos y pasaban por el camino en que estaba el santo varón. El santo varón, cuando los vio, dijo gritando que en ellos había muerto la caridad y que la crueldad se había apoderado de sus almas. Aquel santo hombre fue apresado y golpeado y llevado a la cárcel, donde estuvo mucho tiempo por las palabras que había dicho a los enemigos de la paciencia, la humildad y la caridad».
Meditando esas palabras que el ermitaño le dijo, el joven repasó las calles de su aldea en las que había visto la crueldad de los avaros que llenaban sus casas de bienes que no tenían más utilidad que encender envidias y ambiciones, ya no pudo reconocer sonrisas porque la crueldad acabó por poner en los rostros la mueca de la burla. Y vio una guerra cruel entre dos ejércitos que habían abandonado los campos de batalla para combatir dentro de los hospitales: era la guerra de las madres ansiosas de destruir a sus hijos. Recordó la crueldad de quienes abandonaban toda lucha por mantener vivo el amor, y se dio cuenta de cuánta culpa hay en quienes dejan morir la caridad, sofocada por la exuberancia de la crueldad. El joven sintió deseos de gritar a la gente de su tiempo, como el santo varón del que le habló el ermitaño, que eran hijos de la crueldad, pero sintió miedo de ser castigado con insultos e injurias y finalmente guardó silencio, convencido de que él mismo tampoco era hijo de la caridad. El miedo y la tristeza lo habían convencido de abandonar a su madre, la caridad. Pues la crueldad también tiene por hijos al miedo y la tristeza.

jueves, 11 de mayo de 2017

Paphiopedilum delenati


Este pequeño tiene unos cinco años viviendo conmigo. Ayer se abrió su primer flor. Es un Paphiopedilum delenati. Llegó a mi celda cuando era apenas una plántula de pocas semanas de haber salido del frasco. Si el tiempo se hiciera joya, sería algo así.

viernes, 14 de abril de 2017

De septem verbis a DNJC in cruce prolatis

Feria VI in parasceve

«Seis días antes de la Pascua, fue Jesús a Betania, donde vivía Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos. Allí le ofrecieron una cena; Marta servía y Lázaro era uno de los que estaban con él a la mesa. María tomó entonces una libra de perfume de nardo auténtico, muy costoso, le ungió a Jesús los pies con él y se los enjugó con su cabellera, y la casa se llenó con la fragancia del perfume. Entonces Judas Iscariote, uno de los discípulos, el que iba a entregar a Jesús, exclamó: “¿Por qué no se ha vendido ese perfume en trescientos denarios para dárselo a los pobres?”»
Pero lo que Judas no pudo entender es que el sagrado perfume no se vende; él se entrega. Cristo el Señor es un frasco de perfume exquisito para ungir a los pobres, los pobres del gran Rey. Pues cuando éramos enemigos suyos y no teníamos la bendita riqueza de su amistad, él quiso bendecirnos, impregnando nuestras almas con el perfume de su gracia. Ese perfume es su Sangre preciosa, derramada para enriquecer nuestra pobreza. Es el perfume de su compasión, de su ternura, de su perdón que nos hace gratos al Padre. El aroma de esta sangre preciosa llena la casa de la Iglesia. Y su aroma es la predicación ardiente que el Señor hizo desde el púlpito de su cruz y que se eleva como plegaria de suave fragancia ante el Padre.
Su sangre «clama mejor que la de Abel», pues ésta pedía la justicia; la de Cristo, en cambio, perdón y misericordia. Con razón enseña el Maestro Ávila que «más sin comparación le fue agradable a Dios la voz de Cristo, y su pasión y muerte, que pedían perdón, que desagradables todos los pecados del mundo, pidiendo venganza».

«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen»
Fíjate bien, en una ocasión, el Señor Jesús iba de camino y al pasar vio una higuera. Como no encontró en ella ningún fruto, la maldijo y se secó. Pero en la cruz, mirando nuestra humanidad pecadora, buscó en ella algo bueno, y al no hallar más que vanas hojas de ignorancia e insensatez, no nos maldijo, sino que nos disculpó ante el Padre diciendo: «no saben lo que hacen».
Con razón un Maestro enseña que Cristo el Señor no venció al diablo por la fuerza de su poder, sino confundiéndolo con su verdad. Ningún fraude hubo en la cruz. De la boca del más bello entre los hijos de los hombres sólo se derramó la gracia, pero «no hubo engaño en su boca».
Ciertamente cuando el Señor manifestó su gloria en el Tabor, los discípulos vieron la luz que un milagro ocultaba cada día a sus ojos. Y ya en esa ocasión, Pedro, fuera de sí, habló sin saber lo que decía. Desde su encarnación, Cristo había ocultado la claridad de su gloria: «Sin figura ni belleza, lo vimos sin aspecto atrayente». La belleza de su luz se ocultó ante nuestros ojos, pues el Señor «se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos». Si esa claridad de su gloria no se hubiera ocultado, «jamás habrían crucificado al autor de la  vida». Nadie habría osado jamás echar mano de él. Un sacro temor lo habría hecho intocable. ¡Qué admirable beneficio de su amor por nosotros! El Señor ocultó su belleza para poder decir con toda verdad y con toda ternura: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».

«Hoy estarás conmigo en el paraíso»
En el santo sacrificio de la Misa, el sacerdote reza en secreto las plegarias santas del canon. Y el Padre ve lo secreto. Sin embargo, inicia el sacerdote la última oración del canon levantando la voz para decir, golpeándose el pecho: «Nobis quoque peccatoribus» «Y a nosotros, pecadores». Así conmemora al buen ladrón que en el ruidoso silencio del Calvario levantó la voz para decir: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Nosotros justamente recibimos el pago de lo que hicimos. Pero éste ningún mal ha hecho».
Suelen los ladrones no saber distinguir el verdadero valor de las cosas. Y muchas veces cambian o venden por muy poco cosas verdaderamente valiosas. O venden a un precio excesivo cosas de bien poco valor. Por eso el buen ladrón dijo a su compañero: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio?». No comprendía que el suplicio de Cristo era infinitamente más cruel y doloroso y lo llamó con ingenuidad «el mismo suplicio». Pero suelen también los ladrones comprender más la justicia que la verdad. Por eso se esconden y huyen de ella. Y por eso reconoció también el ladrón la suprema justicia exigida por nuestra redención y cómo el Señor, que es la justicia infinita, eligió morir antes que dejar impune el pecado. Viendo entonces que la muerte del Señor era inexorable, pensó en su reino, porque una muerte así merecía la realeza dado que es lo más digno de un rey morir por su pueblo.
En el ruidoso corazón del ladrón había comenzado a hablar el silencio de la fe: «Todo árbol se reconoce por sus frutos». Y al mirar la cruz, el ladrón reconoció su fruto misterioso, el fruto inocente que cura el pecado de los hombres. Fruto noble que derrama su savia de suave fragancia. Ante sí estaba la justicia, y ya no tuvo miedo de ella. Tenía ante sus ojos el fruto del misterioso árbol de la vida que su padre Adán abandonó en el paraíso, ese fruto que nadie jamás había podido robar. Y se sintió confiado: «Jesús, acuérdate de mí». Respondió el Señor: «Hoy estarás conmigo en el paraíso». Y desde ese instante el ladrón por la fe contempló, entre el dolor y la esperanza, el místico paraíso. Comprendió que estaba colgado del viejo árbol del conocimiento del bien y del mal, el árbol ruin y funesto en que los primeros padres desobedecieron a Dios y se escondieron de él. Entonces, por el cuchillo de la contrición y el vendaje del arrepentimiento su cruz de muerte se injertó en el noble árbol de la vida y se transformó en ella.
Esa misma tarde, las puertas del paraíso se estremecieron. Los querubines, incansables vigilantes, con espadas de fuego guardaban celosos la herencia de Adán. Una cruz con vigor golpeó tres veces las puertas del paraíso. Era el buen ladrón, con su cruz a cuestas. Al verlo los querubines reconocieron el signo amado del Rey del cielo y lo recibieron con honores: «Entra, buen ladrón, en la patria santa de tu padre Adán. Tú que has empuñado el arado de la cruz sin mirar atrás, entra en el gozo de tu Señor. Porque nadie puede entrar en el paraíso si no ama la cruz, pues aquí se vive de ella».

«–Mujer, ahí tienes a tu hijo.Ahí tienes a tu madre»
Con toda verdad enseña Romano el Cantor que el diablo al ver entrar al buen ladrón en el paraíso dio un rugido tremendo y exclamó: «¡He sido robado por un ladrón que ha sido justificado y ha vuelto a abrir el paraíso! ¡He sido robado por uno de los míos mientras buscaba traidores, ladrones y estafadores, para darle compañeros de servicio! Judas no era discípulo mío, sino de Cristo; si él hubiera entrado en el paraíso no me enojaría tanto. ¡Pero ese ladrón era mío y se ha convertido ahora en seguidor fiel de Cristo, ha renunciado a mí y a todas mis seducciones!» Y desde aquel momento Satanás ardió enloquecido. «Embaucando a los reyes y tiranos de la tierra, les provocó con violencia contra la cruz de la Vida; desencadenó persecuciones contra Cristo y sus servidores, imaginando que podría así impedirles entrar en el paraíso. No sabía el perverso que al derramar la sangre de los sencillos, sería derrotado; persiguiendo a los apóstoles e igualmente a los mártires, acabó lamentándose afligido, al ver la perseverancia de esos campeones de Cristo».
Y tuvo el diablo especial crueldad contra el corazón doliente de la Virgen Madre. Ella, que jamás hirió ni la mirada ni el corazón de nadie, digna y calma estaba de pie junto a la cruz. Pero al verla sosteniendo en la fe al discípulo que tanto amaba, su amado Hijo fue gravemente herido en la mirada y en el corazón. ¡Oh, pena grave y cruel, que inundas con lágrimas el fuego y la luz de su mirada! Con razón canta el amado a su amada: «Me robaste el corazón con una sola de tus miradas, con una vuelta de tu collar». Estas palabras se refieren a Cristo que contempla la mirada de su Madre Santísima. Mirada tan pura y tan profunda. Mirada que se roba todo el peso del corazón doliente del Hijo, el insostenible peso del amor. «Me robaste el corazón con una sola de tus miradas».
Cuatro ríos regaban el paraíso que Dios plantó para Adán y cuatro ríos de sangre regaron el paraíso del buen ladrón y riegan el altar de la Iglesia, jardín oriental de la cruz. Un paraíso es la Iglesia, casa apostólica, casa de todo amigo del Señor, consuelo y refugio de todos los que le aman y huyen de los ataques y la furia del diablo. Pero quiso Cristo que también el corazón de cada creyente, tuviera otros cuatro ríos, que brotaron de las miradas limpias de María y el discípulo amado. Él que pasó los días de su vida terrena «ofreciendo ruegos al Padre, con gran clamor y lágrimas», dejó en el corazón del cristiano, al pie de la cruz, el ejemplo de las honestas lágrimas de los limpios de corazón, lágrimas que verán a Dios. Quien está fatigado y agobiado, beba en el interior de su corazón creyente el don de las lágrimas para reparar sus fuerzas. Quien combate los ataques del maligno, renueve sus fuerzas con el fruto que pende de la cruz y diga con el discípulo amado, agradecido por el don de la Virgen Madre: «Señor, la mujer que me diste por compañera me dio a comer del árbol de la vida y yo comí: y se hizo en mi boca más dulce que la miel, porque con ese mismo fruto me diste vida».

«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»
Fíjate bien en lo que enseña el bendito Atanasio: «La muerte que golpea a los hombres les sobreviene por la debilidad de su naturaleza, pues al no poder perdurar en el tiempo, se descomponen con los años. Por esta razón les asaltan enfermedades y, privados de sus fuerzas, mueren. El Señor en cambio no es débil, sino el Poder de Dios y el Verbo de Dios y la Vida en sí. Por tanto, si se hubiera desprendido de su cuerpo en privado y en un lecho, a la manera de los hombres, se habría pensado que sufría esta muerte a causa de la debilidad de su naturaleza y que no poseía nada superior a los otros hombres. Pero, puesto que era la Vida y el Verbo de Dios, y era necesario que su muerte ocurriera por todos, tomó la ocasión de ofrecer un sacrificio».

El bendito cuerpo del Señor gozó desde su encarnación de impasibilidad. Era libre ante el dolor. Ninguna debilidad ni enfermedad podía vencer al que es la salud y la vida de todos. Por tanto, él quiso morir de amor, de sacrificio, porque para ello había nacido. Ningún dolor podía sobrevenirle al Señor si él no lo quería. Y, aunque sabemos que algunos hombres pueden aliviar sus dolores con el esfuerzo de sus mentes, Cristo no lo quiso así para su pasión. Quiso que su dolor fuera el más grande del mundo. Él, cuya alma y cuyos miembros de su cuerpo habían sido creados con inigualable perfección, tenía una sensibilidad más perfecta que la de cualquier otro hombre. Y, dado que ninguna enfermedad era digna del dolor más grande del mundo, Cristo deseó cumplir los sufrimientos de su pasión en la divina liturgia, pues nada más digno halló de ellos. Por eso, cuando las tinieblas lo invadieron todo, solemnemente recitó las palabras del Salmo: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» Y, sabiendo que esta profecía del salmista podía acarrear incomprensión y turbación, por ir acompañada de tinieblas, mostró desde la cruz su verdadero sentido. Por su encarnación se unió el Hijo eterno del Padre a nuestra naturaleza humana. Su cuerpo y su alma estuvieron y estarán por siempre unidos a su persona divina, sin experimentar jamás el abandono de Dios. ¿De qué abandono hablaba entonces el salmista? ¿Cuál abandono experimentaría el verdadero Salmista en la cruz? Un Maestro enseña que hablaba del abandono de la protección, pues al renunciar el Señor a protegerse a sí mismo de la crueldad de sus verdugos, se abandonaba a sí mismo a los dolores de su pasión que bien podía haber evitado por su impasibilidad soberana. Y no pronunció el Señor estas palabras como regateando el dolor. Más bien, al adentrarse en la oscuridad de la muerte, como un atleta enardecido clamaba al Padre: «Padre, al abandonarme a la muerte termina mi ocasión de padecer por amor a tu amable voluntad y por mi ardiente caridad hacia los hombres, mis hermanos, ¿por qué al abandonarme a la muerte, la muerte pone fin a los sufrimientos que con tan gozosa magnanimidad te ofrezco por la redención de los hombres? ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?»

«Tengo sed»
Del mismo modo, al agotarse el agua, el cuerpo de los hombres desfallece y experimentan la sed como un deseo muy profundo de renovarse y vivir. Por eso, el Señor al acercarse el final de su sacrificio, habló de su sed, de su deseo de refrescar su cuerpo para continuar su amor. Y así como la sed es deseo y buena voluntad de hacerle el bien al cuerpo, devolviéndole frescura y paz, así tuvo Cristo la sed de la caridad hacia nosotros, miembros de su cuerpo que habríamos de refrescarnos con la gracia de su sangre. Agua viva no le falta al que es el don de Dios que hace brotar del interior del pecador arrepentido torrentes que saltan hasta la vida eterna. Vino viejo no le falta al odre que devuelve a Adán, vestido de pieles muertas, la antigua felicidad perdida. Vino nuevo no le falta al odre que alegra el corazón del hombre nuevo, revestido de la gracia. Vino mejor no le falta al esposo vestido de llagas, vestido de bodas, vestido de amor. Y sin embargo, aquel que se entrega en nuestros labios diciendo: «Tomen y beban», tiene sed.
La Escritura dice que Noé plantó una viña. Y luego honestamente bebió el fruto de sus labores. Embriagado por la fatiga y los vapores del vino se quedó dormido desnudo y uno de sus hijos se burló de su desnudez. Cristo, el Señor, también plantó su viña y en la desnudez de sus labores recibió nuestras burlas, ultrajes y desprecios, pero nada del vino de sus fatigas bebió en su propio beneficio, pues en él no había pecado ni maldad. Toda la fatiga de pisar la uva madura de su cuerpo y de derramar el dulce jugo de su sangre fue ofrecida para lavar la oscuridad de nuestros pecados. Nada de ese mosto sagrado bebió Cristo para su beneficio y por eso declaró: «Tengo sed», antes de sumergirse en el profundo sueño de la muerte, para que comprendiéramos que no dormía embriagado por sus propias fatigas, sino sediento de nuestras almas embriagadas con su sangre, lavadas con el agua de su costado.

«Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu»
Cuando pedimos a un alfarero que elabore con sus manos la vasija en que guardaremos el agua con que hemos de saciar nuestra sed, de alguna manera ponemos en sus manos nuestra agua, nuestra vida y todo lo que somos. Cristo el Señor encomendó su espíritu en las manos del Padre como quien encomienda su agua viva en manos del alfarero. Así, el Padre nos moldea con sus manos para hacer de nosotros vasos de elección, destinados a contener la gracia de su Espíritu. Esa gracia espiritual es también luz de Cristo. Pues él vino para que el hombre conociera cuánto lo ama Dios y en ese amor ardiera. En efecto, Cristo encendió la lámpara del amor divino y la escondió debajo de la cama de su sueño en la cruz. Allí, al pie de la cruz, estamos nosotros, vasijas de barro debajo de las cuales se escondió el fuego de la divina piedad. Muerto en la cruz por el fuego de la caridad quiso sepultarse en los corazones nuevos que las manos del Padre moldean. Pues como dice el Apóstol: «Dios, que ha hecho brillar la luz en las tinieblas, ha hecho brillar su luz en nuestros corazones para que conociéramos la gloria de Dios que resplandece en el rostro de Cristo. Pero llevamos este tesoro en vasijas de barro para que se vea que tan sublime poder viene de Dios y no de nosotros».
Así arde oculto el fuego del divino amor en nuestros corazones: brille la luz de nuestras obras, para que viendo las obras que realizamos, los hombres den gloria al Padre, que está en el cielo. En las manos del Padre están las vasijas que él moldea para que puedan contener el Espíritu de su Hijo. Por eso las moldea a imagen de su Hijo amado. Él, que es el espejo en que los ángeles continuamente hacen recta la belleza de su amor, él, en la cruz, es la forma del hombre, su verdadero rostro. Con toda verdad canta el amado: «¿Dudas si te amo? Mírame fijamente, fijo en la cruz. Se cierne, en todo el cuerpo, esculpido el amor». Y la amada en el Cantar «Manojo de mirra en mi pecho es mi amado», pues así como la mirra fácilmente se inflama, así el pecho de quien medita los misterios de su dolorosa pasión. Pero como el fuego se extingue debajo de una vasija, es del todo necesario que en la vasija haya llagas, puertas de caridad a través de las cuales respire la llama del divino amor. En las manos del Padre seamos moldeados por la paciencia en la tribulación, cocidos por el fuego de su caridad, luminosos por las obras que la gracia nos mueva a realizar, para que renovados a imagen de Cristo, miembros de su cuerpo en el que se halla esculpido el amor, podamos decir un día: «Todo está cumplido».

domingo, 12 de febrero de 2017

"Nemini mandavit impie agere et nemini dedit spatium peccandi"

Dominica VI per annum

Una monja de nuestra Orden escribió La vida del pequeño San Plácido. En uno de los primeros pasajes se narra de cómo vino a visitarlo su tía en una ocasión. Pues nada, llegó la tía al monasterio cargada de gatitos. Es que su tía era una monjita gatera. Bueno, viendo todos los mimos que la monjita le hacía a sus mininos, Placidito estalló en furia y preguntó con voz airada: «¿Pero qué significa esto, tía?» A lo que la monjita respondió con tono maternal: «Mire, mi’jito, usted se pasa de bobo si cree que uno puede pasarse la vida amando sólo a Dios. No, no, mi sobrinito querido. Hay que ponerle color a la vida, es necesario llenar los vacíos del corazón…» Estas palabras encendieron todavía más el corazón celoso de Placidito que, armado de una gran escoba, trataba de echar fuera a su tía y a sus gatos gritándole: «¡Fuera, adúltera! ¡Haber llenado de gatos, y quién sabe de qué otras cosas más, un corazón solemnemente consagrado a Dios! ¡Haber dejado las preocupaciones del mundo, creyendo que lo hacías por amor a Dios, y haber degenerado en el amor a los gatos! Eres lo más infame que puede haber en esta tierra».
Bueno, cuando leí este pasaje de la vida del pequeño San Plácido, francamente me sonó a fervor de principiante. Ese fervor de novato contra el que nos advierte la Regla, que nos hace sentirnos ermitaños capaces de luchar con sólo nuestros brazos y nuestras fuerzas contra los demonios antes de saber siquiera vivir en comunidad. Es como el fervor del niño que juega a bombardear una ciudad o a arrasar un ejército enemigo sin antes saber siquiera cómo ser buen ciudadano. En fin, la actitud del pequeño Plácido me hizo recordar a tantos jóvenes monjes que hacían cosas extrañas y a veces extremas con la sola intención de ser los mejores monjes y agradar sólo a Dios. Pero no perseveraron en ellas. Porque bien pronto se daban cuenta que antes de ganarse a Dios, tenían que ganarse a los hermanos, y eso toma mucho más tiempo. En fin, a pesar de que la experiencia me muestra que todos necesitamos tantas muletas para apoyarnos, como caminos emprendemos, la  voz del evangelio sigue sonando: «ya cometió adulterio con ella en su corazón».
Una vez el superior de un convento, preocupado, me decía: «Sabes, en nuestro convento solemos tantas veces llenar de cosas lo que pertenece sólo a Dios. A veces lo llenamos de nuestras propias leyes, que van desde mi horario imperturbable de siesta hasta el omnipotente y pernicioso A mí no me toca, “No soy el encargado, o el Yo no tengo ninguna culpa de que Usted no sepa leer, pero por pura caridad le digo que en la puerta hay un letrero que dice en mayúsculas y en castellano nuestro horario y hoy no hay servicio». Y en buena medida es verdad. Solemos llenar de nuestros caprichos lo que sólo debe ocupar Dios, y acariciamos y complacemos nuestras veleidades con la misma dedicación con que una monjita gatera mimaría cada uno de sus gatos. Esos caprichos inocentes, tiernos y suaves que muerden y arañan y que sólo existen para ser servidos pero no para servir. Para un consagrado ése es el adulterio del corazón, pero también lo puede ser para cualquiera de nosotros que privilegia su ojo o su mano para complacerse en la ocasión del pecado mientras busca ansioso cómo llenar el lugar de Dios.
A veces sentimos el deseo profundo de que nuestra fe sea aceptada por todos como si se tratara de un producto que ha de venderse más que los demás en todas las tiendas de abarrotes. Entonces llenamos de ideas aceptables lo que sólo debe llenar la verdad de Dios. Y muchas veces con el fin de que seamos amados por ser compasivos y bondadosos hacemos a un lado la justicia y la gracia divinas. Como si las personas sólo experimentaran la misericordia y la gracia divinas cuando reciben de nosotros el perdón y la acogida compasiva y no también cuando la gracia a través de la corrección y del espíritu de sacrificio los ayuda a levantarse de sus vicios y pecados y a perseverar en una vida podada de toda ocasión de pecado.
Tal vez el problema general del adulterio es que no deja para Dios el lugar de Dios. Llena de todo lo que puede su lugar. Y en ese sentido todos hemos sido adúlteros. Pero Dios «a nadie le ha dado permiso de pecar». Por ello, sólo la santidad y la renuncia al pecado pueden admitir grados, ascensiones. El pecado no. Dios «a nadie le ha dado permiso de pecar». La Iglesia tampoco puede dar un tal permiso. «Por lo tanto, si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda junto al altar y ve primero a reconciliarte con tu hermano, y vuelve luego a presentar tu ofrenda». A veces toma años ir y volver. Por ello, «la Iglesia debe acompañar con atención y cuidado a sus hijos más frágiles, marcados por el amor herido y extraviado, dándoles de nuevo confianza y esperanza, como la luz del faro de un puerto o de una antorcha llevada en medio de la gente para iluminar a quienes han perdido el rumbo o se encuentran en medio de la tempestad».

domingo, 5 de febrero de 2017

"Vos estis sal terræ"

Dominica V per annum

Cuando entré en el monasterio, hace ya más de un par de décadas, los hermanos nos turnábamos en el servicio de la cocina. Hay que decir que nuestra Regla afirma que en este servicio «se adquiere mayor recompensa y caridad». El servicio lo hacíamos entre dos: uno sabía cocinar y el otro no. Pienso que en ese entonces los que no sabíamos cocinar teníamos más mérito y caridad. Nuestro trabajo era básicamente encender el horno, lavar todo lo que el cocinero ensuciaba, acomodar cuidadosamente los alimentos en jarras, canastos y fuentes, y finalmente limpiar la cocina. Nada más. Tampoco se esperaba que aprendiéramos algo más. Con todo, al final de la comida, los hermanos menos agradecidos se retiraban con rostros radiantes de satisfacción. Con sus barriguitas llenas y sus corazones contentos. Y los más agradecidos solían pasar a la cocina a felicitar al cocinero por la virtud de sus platillos. Pero muy raramente alguien reparaba en el ayudante como para decirle: «Excelente hermano, gracias por tu servicio». No recuerdo que alguien me haya dicho alguna vez: «¡Oye, qué limpias te quedaron las cacerolas!» o «¡qué bueno que encendiste el horno a tiempo…, estaba en su punto!»
Recuerdo a una colega profesora que en sus clases cuando algún alumno opinaba algo bobo, solía decir con un aire entusiasta: «Gracias, fulanito, qué bueno que pensaste…» Eso hacía reír a sus demás estudiantes, porque pensar es de por sí algo que no se agradece aunque a veces cueste más trabajo que tener buenas ideas.
Conozco personas que de niños metían una piedrita en su zapato durante algunos días de la cuaresma o callaban toda música en los días santos. Una amiga nos contaba hace poco que cuando era niña su mamá la convencía de ofrecer pequeños sacrificios al Niño Jesús. Y entonces ella se ofrecía voluntariamente para lavar la cacerola donde su mamá hervía la leche para su hermanito. Tomaba un banquito, se subía en él para estar a la altura del fregadero y pasaba un buen rato tallando y tallando con un rollo de fibra de yute los restos de nata sedimentados en la orilla de la cacerola. Y ahora que es mamá siente algo de nostalgia de esos tiempos en que se hervía la leche y se hacían cosas que hoy ya nadie hace. Es que el punto no es que ya no se hagan, sino que se hacían por amor.
Tal vez esos ratitos de espíritu de sacrificio que nadie premia ni agradece hacen de nosotros sal de la tierra. Fíjate bien. La sal es una cosa que debe ir bien escondida. Notamos cuando falta o cuando está de más, pero nunca la agradecemos cuando está en la medida justa. Es curioso, los antiguos solían salar los terrenos ajenos como una forma de maldad. Así los hacían estériles para los cultivos. Y la sal, tirada a la calle, pues servía para mantener el camino sin hierbas ni vida. «Ustedes son la sal de la tierra. Si la sal se vuelve insípida, ¿con qué se le devolverá el sabor? Ya no sirve para nada y se tira a la calle para que la pise la gente». Ya no sirve más que para hacer estériles los caminos. Y lo mismo sucede cuando dejamos de hacer pequeñas cosas simplemente por amor.

Últimamente, acabado el año santo de la Misericordia, me ha dado mucho por pensar que si cada fiel católico ha hecho algunas obras de misericordia durante todo un año, si la Iglesia entera se ha aplicado diligentemente a actuar con compasión, si algunos cristianos hicieron cosas realmente extraordinarias, ¿por qué el mundo no parece ser mejor? Unos tiranos mueren y otros se levantan, nuevas guerras y egoísmos nos carcomen, fraudes, tráfico malsano, engaños. ¿Por qué el mundo no parece haber cambiado? Y sin embargo, las palabras de Jesús resuenan: «Brille la luz de ustedes ante los hombres, para que viendo las buenas obras que ustedes hacen, den gloria a su Padre, que está en los cielos». Al cristiano se le ha dado tener la luz de sus buenas obras, una luz que si se escondiera debajo de una olla, moriría. Un cristiano que todo lo ve mal, que no sale de sí mismo para hacer sus buenas obras, que piensa que no vale la pena hacer algo porque el mundo nunca va a cambiar, ha escondido la luz del amor bajo la olla de su propia ceguera. Pero tampoco exageremos. La luz de nuestras buenas obras no disipa aún las tinieblas del mundo, ésa no es su tarea. Esa luz que no cabe escondida debajo de la olla de nuestra mezquindad, sí se esconde en las tinieblas del mundo como la sal en el alimento. Se esconde en ellas para iluminarlas, recorrerlas, hacerlas camino. Así, dando sabor e iluminando, el cristiano ha de ser maestro del amor escondido.