domingo, 2 de septiembre de 2012

"Populus hic labiis me honorat, cor autem eorum longe est a me"

Dominica XXII per annum

Hace algunos años pasé unos días en un conocido monasterio de nuestra Orden. Era uno de esos monasterios europeos de magnífica cultura monástica, en el que se canta y se respira la vitalidad de su tradición. Bueno, al llegar la hora de ir al refectorio, acudimos todos los monjes en procesión y gustamos las bondades de la mesa monástica. La mesa monástica anuncia siempre el banquete escatológico, el banquete del reino. Por ello los monjes se sirven mutuamente, de modo que nadie pase hambre o sed. Además, normalmente guardamos silencio en el refectorio para poder escuchar la lectura, de modo que en vez de tener muchas conversaciones, nos unimos en una sola conversación, la de la escucha y el silencio. Todas estas prácticas son muy comunes en nuestros monasterios. Pero en el monasterio del que les hablo hubo algo que me llamó la atención.
Al terminar de comer, noté que los hermanos encargados de servir la mesa sólo recogían los platos sucios para llevarlos a lavar. Cada comensal retenía consigo los cubiertos. Entonces cada uno vertía un poco de agua en su vaso, introducía en ella los cubiertos, los agitaba para enjuagarlos en el agua, se bebía el vaso de agua y con la servilleta secaba vaso y cubiertos y los guardaba en una pequeña gaveta debajo de la mesa.
Como monje quise imitar esta práctica, pero al momento de beber el vaso de agua en que había lavado mis cubiertos, algo me hizo dudar y concluí que eso sería más bien disgustoso. Así que guardé el vaso con agua en la gaveta y una hora más tarde volví al refectorio para tirar el agua del vaso, recoger los cubiertos y lavarlos en la cocina, y dejar todo listo para la siguiente refección. Hice esto cada día que pasé allí.
Bueno, todos nosotros estamos muy acostumbrados a lavarnos las manos antes de comer, y a lavar vasos, jarras y ollas… y, por supuesto, los cubiertos. Porque sabemos que hay cosas que nos vienen de fuera y pueden hacernos daño. Y ningún hombre sensato pensará que Dios le manda comer en vasijas sin lavar. No, al contrario, Dios manda al hombre purificarse porque la limpieza le hace bien.
Con todo, cuando los fariseos preguntaron a Jesús por qué sus discípulos comían sin lavarse las manos, Jesús les habló del corazón. «Del corazón salen las intenciones malas, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, las codicias, las injusticias, los fraudes, el desenfreno, las envidias, la difamación, el orgullo y la frivolidad. Todas estas maldades salen de dentro y manchan al hombre».
Un corazón así es un corazón que no adora, pues a Dios sólo se le puede adorar en la verdad. La mentira hace imposible la adoración. Adorar es reconocer una verdad fundamental: que todo lo bueno es bueno porque Dios le ha dado gratuitamente ser lo que es. Por eso, todo lo bueno le perteece a Dios.
El corazón se mancha por el pecado cuando se adueña de lo que es de Dios. Si tú usas rectamente las cosas buenas, no te preocupes, las cosas siguen siendo de Dios; pero si tú te adueñas de ellas en el corazón y tuerces su finalidad, arrebatas a Dios su obra y te alejas de Dios como un depredador que huye del nido que ha saqueado. Así, hay quienes se adueñan de la vida que pertenece a Dios. La secuestran del seno materno, la envenenan en la juventud, la destruyen. Estas cosas salen de un corazón mentiroso, del corazón cobarde e hipócrita.
«Del corazón salen las intenciones malas, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, las codicias, las injusticias, los fraudes, el desenfreno, las envidias, la difamación, el orgullo y la frivolidad. Todas estas maldades salen de dentro y manchan al hombre».
Una vocación matrimonial es siempre una vocación a alguien. Tu esposa, tu esposo, es tu vocación, la persona que Dios preparó para ti. Por eso el adúltero se adueña del llamado de Dios, y llama a la mujer de su prójimo a sí mismo, a su propio corazón. El envidioso tiene envidia contra la voluntad de Dios, porque Dios ha dado según su sabiduría sus bienes a los hombres. Y el desenfrenado y frívolo desprecia lo que Dios le dio, no le interesa usar rectamente los bienes que la Providencia ha puesto en sus manos para la gloria de Dios.
Queridos hijos e hijas, creo que todos los que hemos avanzado en la vida ya hemos visto las manchas de la maldad en nuestro corazón. Más de una vez hemos visto manchas de orgullo, de envidia, de robo, de fornicación, de adulterio, de injusticia, en nuestro corazón. Y no sabemos cómo llegaron allí, tan dentro de nosotros. Porque todas estas maldades llegan al corazón y se instalan sin pedir permiso. Por eso el corazón es como un vaso que hay que lavar antes de poner algo en él. Antes de poner en el corazón las intenciones de tu trabajo, el amor a tu prójimo, la belleza, los bienes de este mundo, hay que lavar el corazón en la adoración a Dios, sin olvidar que la adoración es en la verdad o no es. Tú no puedes adorar a Dios con los labios y esconder en el corazón la maldad que has guardado para ti, torciendo la bondad de las obras de Dios. Eso no es adoración, es hipocresía. Y quién de nosotros no conoce la sombra de su propia hipocresía. Hay que acostumbrarnos a lavar el corazón en la verdad y en la gracia como nos hemos acostumbrado a lavarnos las manos, a lavar los vasos, las jarras, las ollas… y los cubiertos. Para eso tenemos el sacramento de la reconciliación y la penitencia. Que Dios nos conceda acercarnos a él, confesar nuestros pecados y vivir en la limpieza de la verdad.

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