Hace algunos años pasé unos días en
un conocido monasterio de nuestra Orden. Era uno de esos monasterios europeos
de magnífica cultura monástica, en el que se canta y se respira la vitalidad de
su tradición. Bueno, al llegar la hora de ir al refectorio, acudimos todos los
monjes en procesión y gustamos las bondades de la mesa monástica. La mesa
monástica anuncia siempre el banquete escatológico, el banquete del reino. Por
ello los monjes se sirven mutuamente, de modo que nadie pase hambre o sed.
Además, normalmente guardamos silencio en el refectorio para poder escuchar la
lectura, de modo que en vez de tener muchas conversaciones, nos unimos en una
sola conversación, la de la escucha y el silencio. Todas estas prácticas son
muy comunes en nuestros monasterios. Pero en el monasterio del que les hablo
hubo algo que me llamó la atención.
Al terminar de comer, noté que los
hermanos encargados de servir la mesa sólo recogían los platos sucios para
llevarlos a lavar. Cada comensal retenía consigo los cubiertos. Entonces cada
uno vertía un poco de agua en su vaso, introducía en ella los cubiertos, los
agitaba para enjuagarlos en el agua, se bebía el vaso de agua y con la
servilleta secaba vaso y cubiertos y los guardaba en una pequeña gaveta debajo
de la mesa.
Como monje quise imitar esta
práctica, pero al momento de beber el vaso de agua en que había lavado mis
cubiertos, algo me hizo dudar y concluí que eso sería más bien disgustoso. Así
que guardé el vaso con agua en la gaveta y una hora más tarde volví al refectorio
para tirar el agua del vaso, recoger los cubiertos y lavarlos en la cocina, y
dejar todo listo para la siguiente refección. Hice esto cada día que pasé allí.
Bueno, todos nosotros estamos muy
acostumbrados a lavarnos las manos antes de comer, y a lavar vasos, jarras y
ollas… y, por supuesto, los cubiertos. Porque sabemos que hay cosas que nos
vienen de fuera y pueden hacernos daño. Y ningún hombre sensato pensará que
Dios le manda comer en vasijas sin lavar. No, al contrario, Dios manda al
hombre purificarse porque la limpieza le hace bien.
Con todo, cuando los fariseos
preguntaron a Jesús por qué sus discípulos comían sin lavarse las manos, Jesús
les habló del corazón. «Del corazón salen las intenciones malas, las
fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, las codicias, las
injusticias, los fraudes, el desenfreno, las envidias, la difamación, el
orgullo y la frivolidad. Todas estas maldades salen de dentro y manchan al
hombre».
Un corazón así es un corazón que no
adora, pues a Dios sólo se le puede adorar en la verdad. La mentira hace
imposible la adoración. Adorar es reconocer una verdad fundamental: que todo lo
bueno es bueno porque Dios le ha dado gratuitamente ser lo que es. Por eso,
todo lo bueno le perteece a Dios.
El corazón se mancha por el pecado cuando
se adueña de lo que es de Dios. Si tú usas rectamente las cosas buenas, no te
preocupes, las cosas siguen siendo de Dios; pero si tú te adueñas de ellas en
el corazón y tuerces su finalidad, arrebatas a Dios su obra y te alejas de Dios
como un depredador que huye del nido que ha saqueado. Así, hay quienes se
adueñan de la vida que pertenece a Dios. La secuestran del seno materno, la
envenenan en la juventud, la destruyen. Estas cosas salen de un corazón
mentiroso, del corazón cobarde e hipócrita.
«Del corazón salen las intenciones
malas, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, las
codicias, las injusticias, los fraudes, el desenfreno, las envidias, la
difamación, el orgullo y la frivolidad. Todas estas maldades salen de dentro y
manchan al hombre».
Una vocación matrimonial es siempre
una vocación a alguien. Tu esposa, tu esposo, es tu vocación, la persona que
Dios preparó para ti. Por eso el adúltero se adueña del llamado de Dios, y
llama a la mujer de su prójimo a sí mismo, a su propio corazón. El envidioso
tiene envidia contra la voluntad de Dios, porque Dios ha dado según su
sabiduría sus bienes a los hombres. Y el desenfrenado y frívolo desprecia lo
que Dios le dio, no le interesa usar rectamente los bienes que la Providencia
ha puesto en sus manos para la gloria de Dios.
Queridos hijos e hijas, creo que
todos los que hemos avanzado en la vida ya hemos visto las manchas de la maldad
en nuestro corazón. Más de una vez hemos visto manchas de orgullo, de envidia,
de robo, de fornicación, de adulterio, de injusticia, en nuestro corazón. Y no
sabemos cómo llegaron allí, tan dentro de nosotros. Porque todas estas maldades
llegan al corazón y se instalan sin pedir permiso. Por eso el corazón es como
un vaso que hay que lavar antes de poner algo en él. Antes de poner en el
corazón las intenciones de tu trabajo, el amor a tu prójimo, la belleza, los
bienes de este mundo, hay que lavar el corazón en la adoración a Dios, sin olvidar
que la adoración es en la verdad o no es. Tú no puedes adorar a Dios con los
labios y esconder en el corazón la maldad que has guardado para ti, torciendo
la bondad de las obras de Dios. Eso no es adoración, es hipocresía. Y quién de
nosotros no conoce la sombra de su propia hipocresía. Hay que acostumbrarnos a
lavar el corazón en la verdad y en la gracia como nos hemos acostumbrado a
lavarnos las manos, a lavar los vasos, las jarras, las ollas… y los cubiertos.
Para eso tenemos el sacramento de la reconciliación y la penitencia. Que Dios
nos conceda acercarnos a él, confesar nuestros pecados y vivir en la limpieza
de la verdad.
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