Hace algunos meses, la bien conocida columna Bucareli de Jacobo Zabludovsky
anunciaba con entusiasmo: “Chespirito recibe esta semana un homenaje
continental”. En palabras de don Jacobo: “El autor de este Bucareli se une al
reconocimiento y abunda en los elogios, pero le expresa su admiración y
agradecimiento por su mayor logro: haber entrado a millones de hogares
americanos sin valerse de símbolos o invocaciones religiosas. La vecindad de
Chespirito es un mundo laico en que los personajes actúan conforme a los
sentimientos y principios de seres racionales cuyos problemas encuentran
solución en la inteligencia, tolerancia y buena voluntad de los vecinos que
obran de acuerdo a su razón, sin consignas, temores ni traumas extralógicos.
[…] América Latina, dice más adelante Zabludovsky, es una región donde el
cine y la televisión, principales medios de manejo de masas, sirven de
conductos permanentes del mensaje religioso. Son excepcionales las películas y
series de TV donde no se decoren comedor, salas, pasillos y patios con algún
símbolo religioso. Como de paso, se recibe el recado no pedido. Y no hay
problema que no se resuelva rezando ni enfermedad que una plegaria no alivie y
a esto siga, consecuencia obligada, una oración de gracias por la curación. Y
se acude a un representante de Dios en la tierra en busca de un milagro que no
tarda en realizarse.
En el universo de Chespirito, continúa Zabludovsky, no hay imágenes ni menciones a la divinidad
(quizás en alguna rara ocasión), ni recursos ubicados más allá de la vivienda,
que puede ser un barril; nada más allá de la escuela donde el profesor
Jirafales tiene un esqueleto junto al pizarrón. Tuvo el valor de omitir el
recurso fácil. En su mundo cada quien piensa como quiere y quien cree en algún
poder superior al humano conserva su convicción en lo íntimo de sus
sentimientos, sin invadir el espacio ajeno, el espacio público, el espacio de
todos.
Eso es lo que yo le agradezco a Chespirito, dice Zabludovsky, la creación
de un Estado laico en su mundo real e imaginado, el del hombre respetuoso de la
religión del otro a cambio del respeto a lo que su inteligencia le dicta.
Agradezco al creador de una escena y un diálogo distante del mensaje impuesto a
un auditorio cautivo. Le agradezco su decencia y de no entrar a las casas de
ateos o de profesantes de otras religiones con imágenes o palabras contrarias a
las suyas, indeseadas para sus hijos. Le agradezco haber relegado la religión a
los recintos adecuados o a las habitaciones de quienes las practican. Ahí es
donde todos, laicos o no, debemos conservarlas. Ahí y solo ahí, como nos lo
dice Chespirito en su lección memorable.
La gente no es tonta, explica Zabludovsky: aceptó y adoptó como suyo el
aire fresco de una vecindad donde cada persona vive libre y en paz. Chespirito
logró su propósito fundamental de apartar de la vista y el oído los artificios
que agreden las creencias de cada quien. Aunque se viva en un barril”.
Ahora bien, de mi parte, confieso que cuando era niño miré cada lunes, a
las ocho de la noche, después de cenar, el programa de Chespirito. Luego crecí
y le perdí interés. Y con el tiempo fui dándome cuenta de algunos detalles
insospechados. Por ejemplo, el Chavo del 8 vive en un barril, como lo hizo
Diógenes, el célebre filósofo cínico y majadero, que intentó demoler la cultura
en tiempos de Alejandro el Grande. Chespirito adopta como nombre el apellido en
diminutivo de William Shakespeare, el célebre Maestro del malentendido que hizo
decir a uno de sus personajes: “El mundo entero es un escenario, en el que
hombres y mujeres son simples actores que tienen sus entradas y salidas”. Además,
el tema musical del Chavo del 8 es una estupenda composición de Jean-Jacques Perrey
llamada The Elephant Never Forgets, basada en la
magnífica Marcha turca de las Ruinas de Atenas de Beethoven. Pero lo
que nunca había notado es que la vecindad del Chavo era así de laica como quiere
Zabludovsky. De hecho, comparado con todas las caricaturas que un niño ve cada
día, el Chespirito semanal francamente no es tan laico. Es más, en el
imaginario colectivo mexicano un esqueleto humano siempre tiene algo más de
religioso que de científico.
Ciertamente, a diferencia de muchos otros programas infantiles, Chespirito
tiene un especial talento para retratar la vida cotidiana de una cierta clase
media baja. Los programas de caricaturas excluyen por su naturaleza propia toda
forma de religiosidad, pero también excluyen toda posibilidad de retratar algo
de la realidad social de los televidentes. De modo que son percibidos como
realidades alternativas, totalmente desconectadas de la cotidianidad. Esto no
sucede con Chespirito.
Siglos antes, William Shakespeare hizo decir a uno de sus personajes que la
esencia del arte dramático ayer como hoy “ha sido y es sostener, por así
decirlo, el espejo a la naturaleza, y mostrar a la virtud su propia imagen, y a
la insensatez sus propios rasgos, y sobre todo a cada generación y al mismo
espíritu y modales del siglo su forma, su carácter y su propio sello”.
En la vecindad del Chavo la realidad cotidiana es cruda, y eso hace del
programa algo enormemente adulto. Más allá de la vivienda no hay nada más que
la escuela. Y más allá de la escuela no hay trabajo. Sólo un esqueleto junto al
pizarrón, como si después de la educación no hubiera ya nada más que esperar
sino la muerte.
Excepto el que hace de profesor, los personajes de la vecindad no trabajan,
si acaso uno, que en todo caso prefiere “evitar la fatiga”. Tampoco quieren
formar familias. Al límite convierten el patio de la vecindad por algunos
instantes en el umbral del deseo que se marchita y disuelve entre un “humilde
ramo de flores” y “una tacita de café”. Las relaciones familiares son todas
monoparentales, rompecabezas carcomido por lo que podríamos llamar
“individualismo” o “laberinto de la soledad”. Y tampoco rezan porque en el
pequeño mundo adulto de la vecindad no hay enfermedades ni problemas que
devasten a sus personajes. Sólo el Chavo padece “la garrotera”, una
somatización del miedo, que se resuelve con una cubetada de agua fría. Y, en
otra caracterización, a Chaparrón Bonaparte le da la “chiripiolca”, que como
todos sabemos se remedia con un buen golpe en la espalda. El llanto no existe
en la vecindad del Chavo. Hay un remedo de llanto, pero es una cosa infantil, tan
mecánica que acaba por hacerte reír.
Zabludovsky ha señalado que en la vecindad del Chavo todos obran de acuerdo
a su razón, “sin consignas, temores ni traumas extralógicos”. Y probablemente
tiene razón. No parece que los personajes de Chespirito presenten traumas
“extralógicos”. Creo que la mejor prueba es el problema de la culpa. Repetidas
veces oímos a Don Ramón o a la Chilindrina reclamar al Chavo: “tú tienes la
culpa”, “tenía que ser el Chavo del 8” y “la culpa es del Chavo del 8”, a lo
que puede responder el acusado “¿y yo por qué?” o el bien conocido “fue sin
querer queriendo”. Pero aquí la culpa no tiene ningún poder de traumar. Mucho
menos de transportar al culpable a una contrición religiosa. La culpa aquí sólo
tiene un reconocimiento causal y nada más. Y esta misma indolencia hace de la
vecindad un espacio de violencia injustificada.
Recuerdo que hace poco, don Jacobo fue entrevistado por una conocida
agencia de noticias acerca del primer debate de los candidatos a la presidencia
de la República. Como es bien sabido por todos, un aspecto muy roído por los
medios fue la presencia de una hermosa edecán que repartía papelitos a los
candidatos. Cuestionado sobre este detalle, don Jacobo respondió con una gran
sonrisa: “Lo que no me parece es que el IFE haya tenido que sacar un boletín el
día de hoy para pedir perdón a la nación. ¿Perdón de qué? No es una ofensa, en
este país, donde aparecen diecinueve colgados en Monterrey y nadie sabe quién
los colgó, el mismo fin de semana de un puente donde pasan los niños para ir a
la escuela, pedir perdón porque la señorita vestida de blanco tenía un escote
muy pronunciado no sólo es cursi sino que es ridículo”. Probablemente don
Jacobo también consideraría ridículo que yo llame violento a un programa
familiar que en nada se compara con las balaceras de la última semana, que he
escuchado desde la biblioteca del monasterio.
Ciertamente no estoy hablando de la vieja discusión acerca de si la
televisión transmite modelos de violencia que el niño capta y absorbe sin
discriminación en su esponja experiencial carente de referencias ni principios.
Los niños aprenden más que eso de la televisión, pues como diría G. Sartori, la
televisión es su primer escuela, la escuela divertida que precede a la escuela
aburrida.
Lo que yo llamo aquí violencia injustificada no son los interminables
golpes y empujones que se dan los personajes de Chespirito como por accidente.
Tampoco es la agresividad de un personaje dominante como Doña Florinda, o los
desplazamientos de impotencia que mueven a Don Ramón a levantar la gorra del
Chavo, mojarse con saliva los nudillos del puño y propinarle un golpe en la
frente diciendo: “¡toma!”; por no hablar de aquel otro personaje que se deja
peinar con un estoicismo imbécil antes de recibir una bofetada que lo hace
girar, así, sin traumas, sin rencores, ni resentimientos a pesar de que una
bofetada siempre es una cosa espiritual. Con cuánta brutalidad afirmó
Shakespeare que “la conciencia es al alma lo que las pasiones al cuerpo”.
Lo que yo llamo violencia es precisamente ese estado de inconciencia, esa
extraña pérdida de sensibilidad, y el cierre a todo diálogo. Recuerdo un
episodio de Chespirito en el que la Chimoltrufia tiene encendida la radio, oye
una noticia acerca de algún criminal que se ha escapado de la cárcel, y ella
pregunta algo a la radio. Entonces la voz de la radio le responde a su pregunta,
y se oyen las risas grabadas. Esto nos hace entender lo que ya todos sabemos,
que es ridículo esperar una respuesta de la televisión, que si la radio no
dialoga, la televisión menos, y que tú no puedes cambiar la repetitividad
compulsiva de los hechos violentos ni puedes hacer nada por saciar el hambre de
los ocho años del Chavo.
Cada domingo sin falta escucho personas que han vivido o están viviendo la
tortura de un secuestro, la amenaza de muerte, o de “levantón”. Cada domingo
veo el llanto de quienes han perdido un hijo o un esposo en esta maldita racha
de violencia. Y siento la misma impotencia que cuando veo un programa como el
de Chespirito. No puedes denunciar, no puedes hablar, no puedes dialogar, al
violento no le interesa lo que tú piensas. Todo cuerpo humano es una palabra
que pregona deseos, miedos, fealdad, ambiciones, belleza. Un cuerpo humano
siempre lleva en el brillo de los ojos la chispa de la bondad o la maldad, la
gracia de vivir y de estar expuesto, la fatiga de donarse y el encanto de
creer. Pero el violento no soporta esta palabra y la desmiembra, la desarticula
porque la violencia es, en primer lugar, no diálogo. ¿Por qué ellos no han
venido esta tarde? ¿Por qué no quisieron salir de sus avernos y escuchar lo que
pensamos? Comprendo perfectamente por qué un diario del norte del País lanzó un
grito tremendo: “¿Qué quieren de nosotros? Queremos que nos expliquen qué es lo
que quieren de nosotros, qué es lo que pretenden que publiquemos o dejemos de
publicar, para saber a qué atenernos”.
Pero nadie respondió de aquella parte. Me vienen a la mente las palabras
del Martin Heidegger: “La agricultura es ahora una industria de la alimentación
motorizada: en esencia, lo mismo que la manufactura de cadáveres en cámaras de
gas y campos de exterminio”. Con esa frialdad insensible, inhumana. Recuerdo que una mañana me
llamaron a asistir a un joven que no podía salir de su casa por amenazas de
muerte. No sabía qué iba a encontrar. Encontré un muchacho que estaba un poco
drogado. Hablamos un par de horas de sus miedos, de lo que había sido su vida,
de sus luchas perdidas, y de una mujer muy amada que lo había abandonado hace
poco. Le pregunté si pensaba dejar de drogarse y me respondió: “Tal vez más
adelante. Ahora no puedo”. “¿Y eso?”, le pregunté. Y él me respondió: “Me va a
doler mucho lo de mi novia, no voy a aguantar el dolor”. Le dije: “Mira, tú
tienes derecho a que te duela. ¿Por qué no? Se va el amor de tu vida y tú como
si nada… qué raza de hombre eres, incapaz de permitirte el llanto como un niño,
o como una niña, si quieres. ¿Cómo puedes vivir así anestesiado? Llora, llora
el amor perdido, lo que no pudo ser".
¿Es posible no creer en medio de un mundo violento? Parece que don Jacobo
opina que sí. Natalia Ginzburg, una mujer hermosa, agnóstica, judía, italiana,
víctima de los horrores de la guerra, cuando se le preguntó sobre la polémica
entorno a los crucifijos en las aulas escolares dijo: “El crucifijo no
enseña nada. Calla […] El crucifijo no
genera ninguna discriminación. Calla. Es la imagen de la revolución cristiana,
que ha esparcido por el mundo la idea de la igualdad entre los hombres, hasta
entonces ausente. La revolución cristiana ha cambiado el mundo. […] dicen que
por un crucifijo colgado al muro en el salón de clases pueden sentirse
ofendidos los estudiantes judíos. ¿Por qué habrían de sentirse ofendidos los
estudiantes judíos. ¿No era Cristo un judío y un perseguido, llevado al
martirio como sucedió con millones de judíos en los lager?
El crucifijo es el signo del dolor humano. La corona de espinas, los clavos
evocan sus sufrimientos. La cruz, que pensamos alta, en la cima del monte es el
signo de la soledad en la muerte. No conozco otros signos que rindan con tanta
fuerza el sentido de nuestro humano destino. El crucifijo es parte de la
historia del mundo.
Para los católicos, Jesús es el hijo de Dios. Para los no católicos puede
ser simplemente la imagen de uno que ha sido vendido, traicionado, martirizado
y ha muerto en la cruz por amor de Dios y del prójimo. Quien es ateo, borra la
idea de Dios, pero conserva la idea del prójimo. Se dirá que muchos han sido
vendidos, traicionados, martirizados por una fe, por el prójimo, por las
generaciones futuras, y no hay imágenes de ellos en los muros de las escuelas.
Es verdad, pero el crucifijo los representa a todos”.
¿Es posible no creer en medio de un mundo violento?
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