miércoles, 26 de septiembre de 2012

A propósito de Zabludovsky, Chespirito, el Estado laico y la violencia


Hace algunos meses, la bien conocida columna Bucareli de Jacobo Zabludovsky anunciaba con entusiasmo: “Chespirito recibe esta semana un homenaje continental”. En palabras de don Jacobo: “El autor de este Bucareli se une al reconocimiento y abunda en los elogios, pero le expresa su admiración y agradecimiento por su mayor logro: haber entrado a millones de hogares americanos sin valerse de símbolos o invocaciones religiosas. La vecindad de Chespirito es un mundo laico en que los personajes actúan conforme a los sentimientos y principios de seres racionales cuyos problemas encuentran solución en la inteligencia, tolerancia y buena voluntad de los vecinos que obran de acuerdo a su razón, sin consignas, temores ni traumas extralógicos.
[…] América Latina, dice más adelante Zabludovsky, es una región donde el cine y la televisión, principales medios de manejo de masas, sirven de conductos permanentes del mensaje religioso. Son excepcionales las películas y series de TV donde no se decoren comedor, salas, pasillos y patios con algún símbolo religioso. Como de paso, se recibe el recado no pedido. Y no hay problema que no se resuelva rezando ni enfermedad que una plegaria no alivie y a esto siga, consecuencia obligada, una oración de gracias por la curación. Y se acude a un representante de Dios en la tierra en busca de un milagro que no tarda en realizarse.
En el universo de Chespirito, continúa Zabludovsky, no hay imágenes ni menciones a la divinidad (quizás en alguna rara ocasión), ni recursos ubicados más allá de la vivienda, que puede ser un barril; nada más allá de la escuela donde el profesor Jirafales tiene un esqueleto junto al pizarrón. Tuvo el valor de omitir el recurso fácil. En su mundo cada quien piensa como quiere y quien cree en algún poder superior al humano conserva su convicción en lo íntimo de sus sentimientos, sin invadir el espacio ajeno, el espacio público, el espacio de todos.
Eso es lo que yo le agradezco a Chespirito, dice Zabludovsky, la creación de un Estado laico en su mundo real e imaginado, el del hombre respetuoso de la religión del otro a cambio del respeto a lo que su inteligencia le dicta. Agradezco al creador de una escena y un diálogo distante del mensaje impuesto a un auditorio cautivo. Le agradezco su decencia y de no entrar a las casas de ateos o de profesantes de otras religiones con imágenes o palabras contrarias a las suyas, indeseadas para sus hijos. Le agradezco haber relegado la religión a los recintos adecuados o a las habitaciones de quienes las practican. Ahí es donde todos, laicos o no, debemos conservarlas. Ahí y solo ahí, como nos lo dice Chespirito en su lección memorable.
La gente no es tonta, explica Zabludovsky: aceptó y adoptó como suyo el aire fresco de una vecindad donde cada persona vive libre y en paz. Chespirito logró su propósito fundamental de apartar de la vista y el oído los artificios que agreden las creencias de cada quien. Aunque se viva en un barril”.
Ahora bien, de mi parte, confieso que cuando era niño miré cada lunes, a las ocho de la noche, después de cenar, el programa de Chespirito. Luego crecí y le perdí interés. Y con el tiempo fui dándome cuenta de algunos detalles insospechados. Por ejemplo, el Chavo del 8 vive en un barril, como lo hizo Diógenes, el célebre filósofo cínico y majadero, que intentó demoler la cultura en tiempos de Alejandro el Grande. Chespirito adopta como nombre el apellido en diminutivo de William Shakespeare, el célebre Maestro del malentendido que hizo decir a uno de sus personajes: “El mundo entero es un escenario, en el que hombres y mujeres son simples actores que tienen sus entradas y salidas”. Además, el tema musical del Chavo del 8 es una estupenda composición de Jean-Jacques Perrey llamada The  Elephant Never Forgets, basada en la magnífica Marcha turca de las Ruinas de Atenas de Beethoven. Pero lo que nunca había notado es que la vecindad del Chavo era así de laica como quiere Zabludovsky. De hecho, comparado con todas las caricaturas que un niño ve cada día, el Chespirito semanal francamente no es tan laico. Es más, en el imaginario colectivo mexicano un esqueleto humano siempre tiene algo más de religioso que de científico.
Ciertamente, a diferencia de muchos otros programas infantiles, Chespirito tiene un especial talento para retratar la vida cotidiana de una cierta clase media baja. Los programas de caricaturas excluyen por su naturaleza propia toda forma de religiosidad, pero también excluyen toda posibilidad de retratar algo de la realidad social de los televidentes. De modo que son percibidos como realidades alternativas, totalmente desconectadas de la cotidianidad. Esto no sucede con Chespirito.
Siglos antes, William Shakespeare hizo decir a uno de sus personajes que la esencia del arte dramático ayer como hoy “ha sido y es sostener, por así decirlo, el espejo a la naturaleza, y mostrar a la virtud su propia imagen, y a la insensatez sus propios rasgos, y sobre todo a cada generación y al mismo espíritu y modales del siglo su forma, su carácter y su propio sello”.
En la vecindad del Chavo la realidad cotidiana es cruda, y eso hace del programa algo enormemente adulto. Más allá de la vivienda no hay nada más que la escuela. Y más allá de la escuela no hay trabajo. Sólo un esqueleto junto al pizarrón, como si después de la educación no hubiera ya nada más que esperar sino la muerte.
Excepto el que hace de profesor, los personajes de la vecindad no trabajan, si acaso uno, que en todo caso prefiere “evitar la fatiga”. Tampoco quieren formar familias. Al límite convierten el patio de la vecindad por algunos instantes en el umbral del deseo que se marchita y disuelve entre un “humilde ramo de flores” y “una tacita de café”. Las relaciones familiares son todas monoparentales, rompecabezas carcomido por lo que podríamos llamar “individualismo” o “laberinto de la soledad”. Y tampoco rezan porque en el pequeño mundo adulto de la vecindad no hay enfermedades ni problemas que devasten a sus personajes. Sólo el Chavo padece “la garrotera”, una somatización del miedo, que se resuelve con una cubetada de agua fría. Y, en otra caracterización, a Chaparrón Bonaparte le da la “chiripiolca”, que como todos sabemos se remedia con un buen golpe en la espalda. El llanto no existe en la vecindad del Chavo. Hay un remedo de llanto, pero es una cosa infantil, tan mecánica que acaba por hacerte reír.
Zabludovsky ha señalado que en la vecindad del Chavo todos obran de acuerdo a su razón, “sin consignas, temores ni traumas extralógicos”. Y probablemente tiene razón. No parece que los personajes de Chespirito presenten traumas “extralógicos”. Creo que la mejor prueba es el problema de la culpa. Repetidas veces oímos a Don Ramón o a la Chilindrina reclamar al Chavo: “tú tienes la culpa”, “tenía que ser el Chavo del 8” y “la culpa es del Chavo del 8”, a lo que puede responder el acusado “¿y yo por qué?” o el bien conocido “fue sin querer queriendo”. Pero aquí la culpa no tiene ningún poder de traumar. Mucho menos de transportar al culpable a una contrición religiosa. La culpa aquí sólo tiene un reconocimiento causal y nada más. Y esta misma indolencia hace de la vecindad un espacio de violencia injustificada.
Recuerdo que hace poco, don Jacobo fue entrevistado por una conocida agencia de noticias acerca del primer debate de los candidatos a la presidencia de la República. Como es bien sabido por todos, un aspecto muy roído por los medios fue la presencia de una hermosa edecán que repartía papelitos a los candidatos. Cuestionado sobre este detalle, don Jacobo respondió con una gran sonrisa: “Lo que no me parece es que el IFE haya tenido que sacar un boletín el día de hoy para pedir perdón a la nación. ¿Perdón de qué? No es una ofensa, en este país, donde aparecen diecinueve colgados en Monterrey y nadie sabe quién los colgó, el mismo fin de semana de un puente donde pasan los niños para ir a la escuela, pedir perdón porque la señorita vestida de blanco tenía un escote muy pronunciado no sólo es cursi sino que es ridículo”. Probablemente don Jacobo también consideraría ridículo que yo llame violento a un programa familiar que en nada se compara con las balaceras de la última semana, que he escuchado desde la biblioteca del monasterio.
Ciertamente no estoy hablando de la vieja discusión acerca de si la televisión transmite modelos de violencia que el niño capta y absorbe sin discriminación en su esponja experiencial carente de referencias ni principios. Los niños aprenden más que eso de la televisión, pues como diría G. Sartori, la televisión es su primer escuela, la escuela divertida que precede a la escuela aburrida.
Lo que yo llamo aquí violencia injustificada no son los interminables golpes y empujones que se dan los personajes de Chespirito como por accidente. Tampoco es la agresividad de un personaje dominante como Doña Florinda, o los desplazamientos de impotencia que mueven a Don Ramón a levantar la gorra del Chavo, mojarse con saliva los nudillos del puño y propinarle un golpe en la frente diciendo: “¡toma!”; por no hablar de aquel otro personaje que se deja peinar con un estoicismo imbécil antes de recibir una bofetada que lo hace girar, así, sin traumas, sin rencores, ni resentimientos a pesar de que una bofetada siempre es una cosa espiritual. Con cuánta brutalidad afirmó Shakespeare que “la conciencia es al alma lo que las pasiones al cuerpo”.
Lo que yo llamo violencia es precisamente ese estado de inconciencia, esa extraña pérdida de sensibilidad, y el cierre a todo diálogo. Recuerdo un episodio de Chespirito en el que la Chimoltrufia tiene encendida la radio, oye una noticia acerca de algún criminal que se ha escapado de la cárcel, y ella pregunta algo a la radio. Entonces la voz de la radio le responde a su pregunta, y se oyen las risas grabadas. Esto nos hace entender lo que ya todos sabemos, que es ridículo esperar una respuesta de la televisión, que si la radio no dialoga, la televisión menos, y que tú no puedes cambiar la repetitividad compulsiva de los hechos violentos ni puedes hacer nada por saciar el hambre de los ocho años del Chavo.
Cada domingo sin falta escucho personas que han vivido o están viviendo la tortura de un secuestro, la amenaza de muerte, o de “levantón”. Cada domingo veo el llanto de quienes han perdido un hijo o un esposo en esta maldita racha de violencia. Y siento la misma impotencia que cuando veo un programa como el de Chespirito. No puedes denunciar, no puedes hablar, no puedes dialogar, al violento no le interesa lo que tú piensas. Todo cuerpo humano es una palabra que pregona deseos, miedos, fealdad, ambiciones, belleza. Un cuerpo humano siempre lleva en el brillo de los ojos la chispa de la bondad o la maldad, la gracia de vivir y de estar expuesto, la fatiga de donarse y el encanto de creer. Pero el violento no soporta esta palabra y la desmiembra, la desarticula porque la violencia es, en primer lugar, no diálogo. ¿Por qué ellos no han venido esta tarde? ¿Por qué no quisieron salir de sus avernos y escuchar lo que pensamos? Comprendo perfectamente por qué un diario del norte del País lanzó un grito tremendo: “¿Qué quieren de nosotros? Queremos que nos expliquen qué es lo que quieren de nosotros, qué es lo que pretenden que publiquemos o dejemos de publicar, para saber a qué atenernos”.
Pero nadie respondió de aquella parte. Me vienen a la mente las palabras del Martin Heidegger: “La agricultura es ahora una industria de la alimentación motorizada: en esencia, lo mismo que la manufactura de cadáveres en cámaras de gas y campos de exterminio”. Con esa frialdad insensible, inhumana. Recuerdo que una mañana me llamaron a asistir a un joven que no podía salir de su casa por amenazas de muerte. No sabía qué iba a encontrar. Encontré un muchacho que estaba un poco drogado. Hablamos un par de horas de sus miedos, de lo que había sido su vida, de sus luchas perdidas, y de una mujer muy amada que lo había abandonado hace poco. Le pregunté si pensaba dejar de drogarse y me respondió: “Tal vez más adelante. Ahora no puedo”. “¿Y eso?”, le pregunté. Y él me respondió: “Me va a doler mucho lo de mi novia, no voy a aguantar el dolor”. Le dije: “Mira, tú tienes derecho a que te duela. ¿Por qué no? Se va el amor de tu vida y tú como si nada… qué raza de hombre eres, incapaz de permitirte el llanto como un niño, o como una niña, si quieres. ¿Cómo puedes vivir así anestesiado? Llora, llora el amor perdido, lo que no pudo ser".
¿Es posible no creer en medio de un mundo violento? Parece que don Jacobo opina que sí. Natalia Ginzburg, una mujer hermosa, agnóstica, judía, italiana, víctima de los horrores de la guerra, cuando se le preguntó sobre la polémica entorno a los crucifijos en las aulas escolares dijo: “El crucifijo no enseña  nada. Calla […] El crucifijo no genera ninguna discriminación. Calla. Es la imagen de la revolución cristiana, que ha esparcido por el mundo la idea de la igualdad entre los hombres, hasta entonces ausente. La revolución cristiana ha cambiado el mundo. […] dicen que por un crucifijo colgado al muro en el salón de clases pueden sentirse ofendidos los estudiantes judíos. ¿Por qué habrían de sentirse ofendidos los estudiantes judíos. ¿No era Cristo un judío y un perseguido, llevado al martirio como sucedió con millones de judíos en los lager?
El crucifijo es el signo del dolor humano. La corona de espinas, los clavos evocan sus sufrimientos. La cruz, que pensamos alta, en la cima del monte es el signo de la soledad en la muerte. No conozco otros signos que rindan con tanta fuerza el sentido de nuestro humano destino. El crucifijo es parte de la historia del mundo.
Para los católicos, Jesús es el hijo de Dios. Para los no católicos puede ser simplemente la imagen de uno que ha sido vendido, traicionado, martirizado y ha muerto en la cruz por amor de Dios y del prójimo. Quien es ateo, borra la idea de Dios, pero conserva la idea del prójimo. Se dirá que muchos han sido vendidos, traicionados, martirizados por una fe, por el prójimo, por las generaciones futuras, y no hay imágenes de ellos en los muros de las escuelas. Es verdad, pero el crucifijo los representa a todos”.
¿Es posible no creer en medio de un mundo violento?

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