In solemnitate S. Nicolai a Tolentino
El santo que hoy celebramos, Nicolás de Tolentino, vino
al mundo como una promesa. Dios visitó a dos esposos estériles por medio de
este niño. Desde pequeño la inocencia adornó de tal manera su alma que podía
ver claramente con los ojos de la fe a Cristo presente en el Santísimo
Sacramento. Esta visión pacífica convenció al pequeño de no comer ya otra carne
que no fuera el cuerpo eucarístico de Cristo. Entonces decidió entregarse con
todas sus fuerzas a la práctica de la abstinencia y del ayuno.
Así pues, cuando Nicolás, se había iniciado en la
disciplina de la abstinencia santa, por la envidia del diablo le vino a la
mente el pensamiento de que sus ayunos podrían no ser gratos a Dios. Entonces
oró al Señor diciendo: «Ayúdame Dios, que si no me ayudas, Señor, seré igual
que los que bajan al infierno». El Señor le habló entonces en sueños y le
dijo: «No estés triste, Nicolás, porque me agrada la obra que has comenzado».
Esas palabras alegraron mucho al santo.
Pero el diablo, enemigo del gozo santo, aprovechó una
enfermedad que le vino a nuestro Nicolás a causa de los ayunos para insinuarle
el fastidio y el tedio. El diablo quería que Nicolás abandonara sus ayunos y
abstinencia sugiriéndole que de otro modo nunca se curaría y la fiebre lo
conduciría a la desesperación. Nuestro santo, agobiado por la tentación, se fue
a su lecho, y mientras suplicaba a la Virgen santísima y a San Agustín que le
ayudaran, se quedó dulcemente dormido. Se dice que inmediatamente la Virgen
María, acompañada del bienaventurado Agustín, se le aparecieron mientras dormía.
La Virgen resplandecía, y Nicolás, todo admirado y creyéndose muerto,
le preguntó: «¿Qué ha pasado, Señora, que vienes tan espléndida a mí, que soy
polvo y ceniza?» Y la Virgen le respondió: «Soy la madre de tu Salvador, la
Virgen María; me invocaste tanto junto con Agustín que está aquí conmigo. Mira,
vinimos para que puedas tener por mis cuidados la prescripción sanadora».
Entonces la Virgen le recetó mandar pedir en la plaza de la ciudad en nombre
de Cristo un pan de limosna que Nicolás tendría que comer simplemente con
agua, sin añadir nada. Así se hizo, y con ayuda de la humildad y de la misma
sobriedad en la comida se curó el que había enfermado por la fatiga de los
ayunos. Con la fuerza de este alimento, se salvó el que pudo haberse
extraviado; volvió a la vida el que se dirigía a la muerte; con un solo pan
pedido como limosna fue sanado el corazón de un hombre rico en virtud.
Un día, Nicolás pasó por la casa de un hombre pobre. Él, junto con su esposa, calculaban por esos días cada año la cantidad de harina que
habrían de necesitar para el sustento de su casa. Nuestro santo le pidió en
limosna un pan, y la buena mujer se lo dio en nombre de Jesucristo sin que lo
supiera el marido. Nicolás bendijo a la mujer diciendo: «Que Dios, por cuyo
amor me diste esta limosna, aun siendo tú tan pobre, te multiplique la harina
que te queda». Con tanto fervor cambió el santo esta limosna con la oración,
que cuando la mujer regresó a su bodega, vio que la harina se había
multiplicado con tanta sobreabundancia que el marido no lo habría creído si no
lo hubiera visto con sus propios ojos.
Nuestro Santo, Nicolás, rico en
virtud, no quiso guardar su riqueza en una bolsa de pieles muertas, no quiso
sus virtudes para su propio corazón, sino que quiso multiplicarlas sabiamente
en la harina del pan que se comparte para que su corazón estuviera allí donde
estaba su tesoro, en manos de los pobres. «¡Vamos a felicitarlo, pues ha hecho
algo admirable entre su gente!»
Antes de su muerte, una noche, poco antes del amanecer,
escuchó un suavísimo canto con el oído interior. Gustó tanto de este canto que
mientras lo escuchaba, sus labios, movidos por el gusto de las cosas del cielo,
murmuraban: «Deseo morir y estar con Cristo».
Por esos días murió Tomás, un fraile de la misma Orden de
San Agustín a la que perteneció también Nicolás. Su hermana lloró tanto la
muerte de Tomás que sus ojos se cegaron a la luz. Entonces fue llevada ante el
bendito Nicolás que, al saber la causa de su ceguera, lloró él mismo la muerte
de Tomás y dijo a la piadosa mujer: «Dios, Jesucristo, mi Señor, tenga
misericordia de tu tristeza y restituya la salud a tus ojos, para que veas la
belleza de las cosas en la eternidad». Entonces la piadosa mujer se levantó con
la fuerza de las palabras del santo, entró en la iglesia y recobró la vista.
Nicolás, sabiendo que su pascua estaba cerca, comenzó a
prepararse para el paso de esta vida al cielo. Y cerca ya de la muerte quiso
abrazar la Cruz santa del Señor para que, sostenido por tan firmísimo puente,
pudiera alcanzar al verdadero fruto de la vida, Jesucristo, nuestro Señor.
Entonces oró así: «Salve, bellísima Cruz, salve esperanza única, que fuiste
digna de llevar el precio del mundo; salve, sobre ti reposó el Salvador y en ti
sudó la sangre por el tormento de su pasión; en ti ofreció su misericordia al
ladrón que lo imploraba y reconociendo a su madre la entregó al discípulo
virginal. Salve, en ti el Salvador invocó al Padre por aquellos que lo
crucificaban. Él, por medio de ti, me defienda del maligno enemigo en esta
hora».
Quienes se admiraban de ver su gozo y serenidad ante la
muerte le preguntaron: «Padre, ¿de dónde te viene tanto gozo?» Y el santo les
respondió: «Es Dios, mi Señor Jesucristo, que unido a su Madre Santísima y a
Nuestro Padre Agustín me dice: "Levántate, siervo bueno y fiel; entra en
el gozo de tu Señor"». Así murió, confiando su espíritu en las manos del Padre.
Dicen que el Señor Dios, que revela el maravilloso
esplendor de las cosas santas ocultas en las tinieblas, quiso en su infinita
misericordia que su santo Nicolás ya en vida fuera precedido por el resplandor
de una estrella que indicaba a los hombres la gloria de su santidad. Esta misma
estrella se posó en su tumba para abrir en ella una fuente abundante de gracias.
Así pues, Nicolás, gema preciosa de los santos, que el
cielo iluminas como un astro, aleja de nuestras mentes las densas tinieblas y
con tu luz esclarecedora disuelve el hielo de nuestros corazones.
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