domingo, 11 de noviembre de 2018

"... hæc vero de penuria sua omnia, quæ habuit, misit, totum victum suum"


Dominica XXXII per annum

Sucedió que los príncipes habían dado un edicto para que los hijos de los veteranos fueran alistados en el ejército. Martín desde los diez años escapó de su casa para ir a la Iglesia y pidió ser catecúmeno. A los doce años ya quería ir al desierto y abrazar la vida monástica. Pero por ese edicto a los quince años fue enrolado en el ejército. Cuenta Sulpicio Severo que en una ocasión Martín iba de camino cabalgando. Enrolado en la milicia, aún no había abrazado la vida monástica, pero ya su corazón ardía de caridad cristiana. Se encontró entonces a un pobre sin cobijo que pedía limosna tumbado en el suelo. Movido a compasión, no teniendo a la mano más que sus armas, tomó la espada y dividió en dos partes su manto. Era invierno. Esa misma noche en sueños supo San Martín que era el mismo Cristo quien le había suplicado. Vio en sueños al Señor vestido con el trozo de capa con que Martín había cobijado al pobre. Y escuchó al Señor que hablaba a una multitud de ángeles: «Martín, siendo apenas catecúmeno me ha cubierto con este vestido». Así el Señor mostraba cuánta estima tiene de quienes recuerdan sus palabras: «Lo que hicieron a uno de estos pequeños a mí me lo hicieron». Por eso proclamó con toda verdad haber recibido el vestido en la persona del pobre.
Hoy hemos visto a Jesús sentado frente a la alcancía del templo, como verdadero Dios. Pocas veces pensamos que la alcancía del templo sea un lugar cerca del cual Dios podría estar sentado. El botecito del pobre, la mano de la viuda, la alcancía del templo, podrían incluso parecer cosas sucias. Y sin embargo allí enfrente estaba Jesús sentado como juez supremo y juzgó que muchos echaban allí de lo que tenían en abundancia. Pero una mujer viuda echó mucho más porque lo dio todo. Eran dos moneditas que se revolvieron con las tantas otras monedas que mantendrían el decoro del templo. Pero la pobre mujer viuda ya no mezclaría con nada su vida. No había adquirido con ellas sino la mirada de Jesús y mañana no podría llamar ya a la puerta de ningún comerciante. En un gesto incomprensible había dejado en una gran alcancía todo lo que tenía para vivir. Dios no hace descuentos. Sin embargo, pensando en lo que sucedió al otro día, creo que, en el monedero de aquella pobre mujer viuda, buscando tantito, hurgando un poco, siempre habrá otras dos moneditas de muy poco valor que son todo lo que tiene para vivir. Esa gente de corazón grande suele encontrar muy pronto otra vez algo para vivir.
Mi madre solía presumir mucho de sus hijos. Y cuando caía en la cuenta de que ya estaba exagerando, pues entonces solía contar que hubo una vez una zarigüella, una simpática tlacuachita, que tenía muchos hijitos. Como se le perdiera uno, recorrió el bosque buscándolo por doquier. Y a cuantos animalitos encontraba les preguntaba: «¿Acaso han visto a  mi hijito?» Y a todos se lo describía con tanta gracia: «Tiene unos ojitos muy brillantes como azabache y vivarachos como luceros, sus pelitos muy bien ordenados y una colita de lo más tierna, además mi pequeño huele a bebé». Hasta que un sabio búho encontró al tlacuachito y al entregarlo a su madre le dijo: «He encontrado este animalejo con cara de sabandija, cola pelada y muy maloliente. Pero, bueno, ¿qué no dirá de su hijo una madre?»
Cuando somos ordenados sacerdotes el obispo unge nuestras manos con el santo crisma, óleo perfumado de la caridad del Señor. Sequé mis manos con borra de algodón que he guardado todo este tiempo. El día en que mi madre partió a la presencia de Dios corté un pedazo y lo puse en sus manos, para que cuando llegara ante el Señor se lo entregara como su monedita en la alcancía del cielo. Y pudiera decir orgullosa: «Señor, acuérdate de aquella historia: ¡Qué no dirá de su hijo una madre!»

¡Busque cada quien en el monedero de su corazón las dos moneditas que bastan para vivir, para dar la vida, para entregarlas orgullosos y confiados en la alcancía del cielo!

domingo, 4 de noviembre de 2018

"Non es longe a regno Dei"

Dominica XXXI per annum
Dios puso en primer lugar el mandamiento del amor a él mismo sobre todas las cosas. En segundo lugar puso el mandamiento de amar al prójimo como a sí mismo. Pero lo cierto es que nadie puede amar a Dios a quien no ve, sin antes amar a su prójimo. Es decir, para cumplir el primer mandamiento hay que cumplir primero el segundo. Es algo así como el viejo enigma que enervó a algunos filósofos: ¿qué fue primero, la gallina o el huevo? Y quien resuelve este enigma no está lejos del reino de Dios.


Sobre el punto hay infinidad de opiniones aunque básicamente sólo haya dos, porque sólo se trata de una gallina y de un huevo. Y uno de los dos ha de ser primero. Hace algunos años unos artistas crearon un extraño cortometraje. Un cerdito se levanta como todas las mañanas, ajusta las mancuernillas de su saco, que curiosamente tienen forma de huevo frito, y va a su restaurante de todos los días. Toma su orden de huevos fritos, y su malteada con un par de huevos batidos. Y repite la orden varias veces. Hasta que, satisfecho, a punto de retirarse del restaurante, le sucede algo inesperado. Aparece una hermosa gallinita, fina y delicada, en el restaurante. Era tan bonita que le pareció al puerquito que era la prueba de que Dios existe. No sin antes caerse del banquito, el cerdito se acercó a ella y quitándose su sombrero le ofreció una margarita, de esas que enamoran y que muchas veces están en las mesas de los restaurantes, por cualquier cosa.
Se fueron al cine a comer palomitas de maíz, y luego comieron mazorcas en el parque, aunque los picotazos inciertos de la delicada gallinita pronto llenaron de pedacitos de  elote la cara y el saco de nuestro puerquito. Hicieron fotos juntos. Pero la prueba más fuerte llegó cuando volvieron al restaurante. Mientras degustaban una entrada de elotes amarillos maduritos relucientes de mantequilla, una gran platada de huevos con dos yemas redonditas, tiernas, aún en movimiento, pasaron frente a nuestro puerquito que adoraba los huevos. Era adicto a ellos, tenía que reconocerlo. Trató de mirar a otro lado. Y sus ojos tropezaron con la tierna margarita del restaurante, de esas margaritas que enamoran y que muchas veces están en las mesas de los restaurantes, por cualquier cosa, y que también tenía forma de… ¡huevo estrellado!
Estaba desesperado y ansioso. Así que cuando la gallinita, que de por sí se dormía tempranito, se acurrucó para dormir, se fue para asaltar el restaurante. Calientito y todo con pijama, nuestro puerquito abrió cuidadosamente la puerta del restaurante y comenzó a prepararse todos los huevos que encontró a la mano… bueno, a la pata. Y aspirando el delicado perfume de claras fritas y tiernas yemas, recordó al ver una margarita en la mesa todo el amor que tenía por la gallinita. Vio la primer foto y sintió en su corazón que había resuelto el enigma que hizo temblar a biólogos y filósofos: era primero la gallina y no el huevo. Al amanecer, cuando despertó la gallinita, el puerquito no estaba en la cama junto a ella. Había dejado un gran vacío. Pero un rico olor a elotes con mantequilla desde la cocina vino a darle los buenos días.
Queridas hijas, queridos hijos. En la Regla de San Benito hay una conocida frase que aprendí hace muchos años: «No anteponer nada a Cristo». Cuando era novicio me di cuenta que la frase en realidad viene de Cipriano. El texto de Cipriano dice: «Los que hemos sido redimidos y vivificados con la sangre de Cristo, nada debemos anteponer a Cristo porque tampoco él nada antepuso a nosotros». La frase de San Cipriano me parece bella, incluso más bella que la de San Benito. Y me preguntaba por qué Benito había recortado una frase tan bella. Con los años me di cuenta que Cristo sí antepuso algo entre él y cada uno de nosotros. Antepuso al hermano. Y nadie puede aspirar seriamente a la vida eterna si no piensa también en sus hermanos. El amor nos recuerda que fue primero la gallina y no el huevo. Porque la libertad está antes que nuestras dependencias y necesidades. El amor nos enseña que nadie puede pensar que ha amado a Dios si de verdad no ha amado a su prójimo hasta hacer del otro alguien mejor, alguien más elevado. Y que hay que sobreponer al tú por encima del yo para alcanzar juntos el cielo, porque no se va solos a la vida eterna. Por eso el amor es una elección que lleva consigo también muchas renuncias. No se hace de una sola renuncia, sino de muchas, a veces tantas como instantes tiene el tiempo. Y es precisamente la renuncia que Dios acoge lo que puede hacer eterno el amor, como todo sacrificio. «Tienes razón cuando dices que el Señor es único y que no hay otro fuera de él, y que amarlo con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo, vale más que todos los holocaustos y sacrificios».

domingo, 28 de octubre de 2018

"...filius Timæi Bartimæus cæcus sedebat iuxta viam mendicans"

Dominica XXX per annum

Cuando conocí a Beno no sabía gran cosa acerca de los gatos. Pronto me explicaron que un gato es una excelente máquina de cacería. La sorprendente rapidez de los reflejos, la agilidad para evitar caídas desastrosas, la aguda percepción del movimiento, todo, todo hace del gato una trampa viviente. Un gato hace memoria de sus ancestros nocturnos, y pues percibe más el movimiento que el color, así se distrae menos y se enfoca más. Incluso el suave pelaje puede ser una defensa cuando después de un rato de caricias y ronroneos tu ropa impregnada de finos pelitos te advierte que ni se te ocurra cargarlo de nuevo. Y bueno, cuando al fin logras ponerlo boca arriba y hacerle cosquillas en su panza, tu mano está en serio peligro. La trampa de cuatro garras puede cerrarse y atrapar tu piel entre sus arañazos.
Beno es un gatote muy noble. Era desde cachorro un gatito aventurero que buscaba juegos, caricias y sabores. Lo mejor es que sabe devolver el juego sin hacer recurso de la sofisticada tecnología retráctil de sus uñas. Su astucia le hizo aprender que las almohadillas de sus manotas son mejores para hacer rebotar una pelotita de goma que sus uñas. Y que siempre que sus uñas se enreden en el cordel del juguete, pues perderemos tiempo precioso de juego.
Hemos pasado mucho tiempo jugando con pelotitas, cordeles, cascabeles y listones, y con el tiempo he llegado a sospechar que Dios hizo los gatos no para cazar, sino para jugar con ellos. Y que sólo en un mundo que conoce mucho de hambre, crueldad y apatía, los gatos convierten su talento de juego en un arma. Así la perfecta vista de un gato se vuelve ceguera. Deja de ver al mundo como juguete y lo comienza a ver como presa. Y algo parecido sucede en nosotros cuando dejamos de ver nuestro mundo como el espacio de nuestros juegos y lo comenzamos a ver como algo que depredar.
Algunos de los filósofos antiguos pensaron que los ojos eran órganos constituidos básicamente por agua y fuego, y por ello podían emitir rayos que alcanzaban a tocar todas las cosas iluminándolas y produciendo así la visión. Por medio de esos rayos nuestros ojos perseguían las cosas para acariciarlas, captar su imagen y así palpar el mundo. Luego se corrigió esa idea y comenzamos a pensar que más bien la luz llega a nuestros ojos y por eso vemos.
Bueno, hace algunos años adquirí un ejemplar de Trichoceros antennifer, una orquídea de flor pequeña que tiene el aspecto del moscardón que la poliniza. El enigma me parece fascinante: ¿fue el moscardón el que evolucionó hasta tomar el aspecto de la flor?, ¿quería el moscardón hacerse tan semejante a la orquídea hasta el punto de arriesgarse a confundir la flor con su pareja?, ¿pero para qué querría engañarse cortejando a una flor en vez de una mosquita real? Por mucho que el moscardón se sienta fascinado por las recatadas mosquitas muertas, para el caso enamorar a una flor es como proponerle matrimonio a un maniquí.
Pensemos la hipótesis contraria: ¿y si hubiera sido la flor la que tomó forma de mosca? Bueno, habría sido bastante difícil que la flor se disfrazara de algo que nunca ha visto. ¿Cómo lo habría logrado, puesto que la flor no puede ver al insecto? Con todo, sospecho que el Trichoceros antennifer tiene una flor que soñó con ser mosca y que poco a poco, con el paso del tiempo, lo ha ido logrando. Soñó con volar y tal vez en algunos milenios más de evolución lo logrará, aunque en su ceguera nunca haya visto lo que es volar.
En las cosas espirituales, los ojos sí emiten rayos de luz que persiguen lo que nunca han visto.  Eso es la fe, que nos permite perseguir a Dios para jugar con él. La fe que nos permite soñar que volamos como Dios, hasta transformarnos en él. Hoy escuchamos en el evangelio la historia de un ciego que, como la orquídea quiso volar. No vio a Jesús pero supo que Jesús volaba por el camino que conduce al cielo, y su deseo de ser como él lo llevó a volar a pesar de su ceguera. A pesar de que los hombres lo herían con miradas y regaños de importunidad, él jugó a perseguir a Jesús, y en su ceguera pronto estaba ya volando, soltando su manto, saltando tras el sueño de un Jesús que podía devolverlo al milagro de ver. 
No fuimos creados como trampas ni como armas. Fuimos creados para el juego de la amistad y de la compasión. Tampoco fuimos hechos para perder el tiempo enredando nuestros filos en heridas deshilachadas. Nuestros ojos fueron hechos para jugar a volar y perseguir a Dios a quien no vemos y soñando así sin ver que podamos transformarnos en él.

viernes, 7 de septiembre de 2018

Pie Iesu Domine, dona eis requiem

Missa in sufragio pro R. Domno Benito Verber ON

Cuando conocí al Padre Benito, tenía un pavo real. Suelen los pavos reales volar recogiendo sus brillos en la fuerza de sus alas. Y en eso muestran, por el recogimiento de sus plumas, que son humildes cuando se elevan. Pero cuando posan por tierra, despliegan un circulo perfecto de plumas majestuosas. Así muestran que aman por igual a cada una de sus plumas y las despliegan con igual majestad a todas, orgullosos de cada una de ellas. Ninguna otra ave tiene un amor tan equitativo y justo por sus plumas como el pavo real. Y por eso son imagen de Cristo, humilde cuando asciende y justo cuando ama.
Cuando conocí al Padre Benito, tenía algunos cuervos. Y bueno, pues los cuervos representan la sabiduría benedictina que acarrea lo que nutre y aleja lo que envenena. Los antiguos creyeron escuchar en el graznido de los cuervos las voces: «cras, cras». Y pues «cras», en latín significa «mañana». Así, el cuervo benedictino es pregonero del mañana, pues siempre que haya monjes esforzados en llevar alimento al claustro y en alejar de los monjes cuanto puede envenenarlos, siempre habrá un mañana.
Hace algunas semanas he visto un magnífico copón, adornado con bellos esmaltes y con aplicaciones metálicas en forma de águilas. En la tapa lleva una inscripción que explica el sentido de las águilas: «Ubi est corpus, ibi congregabuntur et aquilae», «Donde está el cuerpo, allí se congregarán las águilas». En efecto, esa hermosa palabra evangélica es ley para los corazones de los monjes. Pues así como las águilas no se nutren de carne muerta, sino que se elevan para buscar desde lo alto la carne viva que las nutre, así las almas amantes han de buscar el Cuerpo vivo del Señor, elevándose por la humildad y cerniéndose por el amor. Habrá que perseguir a Cristo, como el águila persigue la carne que le alimenta.
Cristo es un monje laborioso que lleva incansable el pan de su vida a los corazones que lo buscan y aleja de ellos todo veneno mortal. Como imitador de Cristo, el Padre Benito fue también un trabajador incansable. El trabajo fue para él cáliz de salvación, cáliz de la pasión del Señor, que bebió con Cristo hasta el final. El trabajo fue para él vino nuevo para dejar atrás todas las amarguras de la vida. No creo que haya una mejor manera de honrar su memoria sino siguiendo su ejemplo de diligencia en el trabajo y en la plegaria.
Curiosamente el Padre Benito usó también un cáliz hermoso, regalo de su mamá, cuya copa se apoya sobre una cruz de amatistas, que son las piedras de la fidelidad. Pues como enseñaron nuestros padres, «la disciplina claustral es la cruz de Cristo, y nadie es depuesto de ella sino muerto». Hace unos días escuché a alguien decir que un abuelo es alguien que tiene cabellos de plata y corazón de oro. Y nosotros muchas veces escuchamos al Padre Benito decir con lágrimas: «La vida monástica vale oro». De ese oro monástico había mucho en su corazón, junto con lágrimas y fuego.
En Santa María de la resurrección el Padre plantó algunos árboles que él llamaba algarrobos. Pues siempre se sintió un hijo que añoraba la casa paterna, aun viviendo en este monasterio. Tal vez ahora, en el claustro del cielo, que es el corazón abierto de Cristo, tal vez ahora añore esta casa materna. Y puesto que ha imitado a Cristo en sus labores, y lo ha abrazado a través de la muerte como manojo de mirra, vuele al cielo como águila y como cuervo amigo vuelva a dispensar el pan de la intercesión y despliegue las alas de su protección sobre todos nosotros.
Todos soñamos un mejor monasterio, una comunidad mejor. Sé que no fui el mejor hermano ni el superior que él hubiera deseado, y pues quisiera pedir perdón y decir gracias, con el gracias de Cristo, que transforma nuestra insuficiencia en pan de vida y de bendición. En la mesa santa en que Dios sirve y es servido comulgamos juntos el perdón de Dios y su amor, que es él mismo. Imitamos juntos sus misterios y los realizamos para bien de la Iglesia. Sea el amor justo del Señor, nuestro pavo real y divino, lo que nos lleve a todos juntos a la vida eterna.
Requiem æternam dona eis, Domine. Et lux perpetua luceat eis.
Requiescat in pace.

domingo, 8 de abril de 2018

" Infer digitum tuum huc et vide manus meas et affer manum tuam et mitte in latus meum"

Dominica in albis

Suelen nuestros sentidos emparentarse con las señales del mundo. Nuestras manos palpan el frío, el calor, la aspereza o la suavidad; nuestro olfato percibe aromas agradables y otros olores menos gratos; nuestro gusto experimenta la bendición del buen sazón que Dios pone a nuestro alcance para nutrir nuestra vida con alegría. Y bien sabemos que nuestra percepción de estas bondades tiene como fin acercarnos a lo que más nos conviene y alejarnos de lo que nos hace daño. Por ello nuestra sensibilidad difiere de la de las otras creaturas. He visto flores hermosas con olores muy nauseabundos. Y en torno a esas flores siempre hay moscas y otros insectos que encuentran agradable ese olor. Algunos insectos vuelan frenéticamente y se ciernen constantemente en flores de orquídeas de las que manan delicados aceites cuyo aroma nosotros apenas si lo percibimos. Y los bigotes del gato lo alejan de la exquisita seriedad del calor de una buena taza de café.
A veces, sin embargo, nuestra percepción de lo que nos conviene se ve limitada. Y entonces, en un mundo lleno de señales, no podemos con naturalidad ver lo que hay que ver, oír lo que conviene, sentir lo que nos rodea. Cuando esto sucede, un sentido viene a ocupar el lugar del que falta. Así, la vista se vuelve escucha para quien no puede oír, y el tacto se vuelve visión para quien no puede ver.
Dios hizo al hombre para que percibiera en el mundo las señales de su amor. De modo que cada perfume, cada color, cada sabor, cada caricia fueran una señal del deseo de Dios de que nosotros vivamos verdaderamente. Y cuando Dios se hizo hombre, experimentó convenientemente la perfección de este amor. El cuerpo de Cristo, formado milagrosamente de María Virgen era perfecto. Como el vino de Caná se formó milagrosamente mucho mejor que cualquier otro vino elaborado naturalmente, así la sensibilidad de Cristo fue perfectísima por haber sido formados sus miembros por la virtud de un milagro.
Así pues, el Señor gustó la perfección del amor contenida en el delicado sabor del pan caliente amasado con dulces pasas por las manos sabias e irreprensibles de su madre. Y conoció muy bien el sabor picante de una comida en casa de un fariseo escandalizado por el amargo llanto de una mujer de moral dulzona. Miró profundamente el corazón del pobre joven rico. Escuchó muy claramente los cuchicheos de los discípulos que discutían por el camino quién era el más importante de entre ellos, y sintió el tembloroso manoseo de una mujer enferma que vino detrás de él para arrancar de la orla de su manto la potencia de un milagro, mientras se dirigía como médico experto a palpar el pulso de una niña que todos daban por muerta.
En la cruz, el Señor experimentó el dolor como nadie jamás podría hacerlo. La perfección de sus miembros y el excelso poder de su divinidad hicieron del dolor de su muerte un fuego poderosísimo apoyado en una frágil zarza que no se consume. Un dolor acérrimo labró la carne del Señor, esculpiendo la eterna imagen del amor con espinas, clavos y lanza. En nada quiso dejar de sentir. Y al probar vinagre y hiel gustó toda la amargura que ha mordido nuestra humanidad desde que Adán probó la desobediencia. Sus oídos escucharon blasfemias, el vociferar de falsos testigos. Y esas calumnias eran la peor tortura para el que dijo: «Yo soy la verdad». Todo fetidez era el lugar de la calavera, donde se corrompían los cuerpos de los malhechores. Y el único perfume que consolaba sus sentidos era la inocencia de María. Sus lágrimas eran néctar sagrado para consolar sus amarguras. Pero al mismo tiempo, ver a María su Madre y junto a ella al discípulo que el Señor tanto amaba, era el dolor más cruento para la mirada del Señor. Así, sufriendo en la perfección de todos sus sentidos, quiso el Señor dejar en nuestra humanidad no sólo la señal de su amor, sino que nos dio un nuevo sentido, sus llagas victoriosas. Sus llagas preciosas son el sentido de la divina misericordia, el sentido de la gloria, el sentido de la vida inmortal, el sentido que percibe todo aquello de lo que está lleno el cielo.
Toca las llagas del Señor aquel que por la fe escucha la voz del Padre que lo proclama su Hijo amado. Toca las llagas del Señor aquel que por la caridad lo reconoce como su señor en el último, en el más pequeño. Toca las llagas del Señor aquel que no desespera de su misericordia.
La divina bondad, desde que el Señor labró sus llagas en nuestra humanidad, ha dispuesto que de todas nuestras heridas, de todos nuestros dolores, de todas nuestras angustias y enfermedades podamos hacer una puerta al cielo. Por la gloria de la resurrección del Señor, el umbral de nuestro dolor es el umbral de nuestra gloria.
Pastor bueno, acuérdate de este día, que tú hiciste, consagrado con tu gloriosa resurrección. No tengas en cuentas mis pecados, oh Bueno, y guíame por los senderos de la vida, para que tu pueblo se alegre contigo. Consérvame perpetuamente, oh Santo, en el honor de tu santo servicio y en el temor de tu Nombre, tú que brillas sereno, inmortal y glorioso, por los siglos de los siglos.

jueves, 29 de marzo de 2018

"Panem angelorum manducavit homo"

In cœna Domini

Cuando Dios se hizo hombre, la Virgen incontaminada lo vistió de carne inmaculada. De modo admirable, el fuego que incendia de gloria los cielos descendió al corazón de la Madre de Dios y en sus entrañas se nutrió de ella sin consumirla. Y así como el fuego transforma en pan el trigo amasado con agua, así el fuego divino convertía en pan la sangre purísima de la Virgen fiel.
Belén significa «casa del pan», pues así fue proféticamente llamada la ciudad de David, en honor del verdadero Rey de Israel, Cristo el Señor. Allí el pan de los ángeles bajó del cielo y los ángeles cantaron su gloria y su paz en medio de nosotros. Fíjate bien. Cuando los árboles producen sus frutos, suelen ser los mejores los que están más elevados. Maduran primero porque están más cerca de la luz y las aves del cielo los alcanzan sin dificultad. Pero las aves no sólo aman los frutos que los árboles elevados les ofrecen generosos. Suelen los pájaros picotear también las migajas con que los hombres los alimentan. Y saltan de gozo queriendo arrancar con sus picos los trocitos de pan con que luego alimentarán también a sus polluelos. Con todo, los pájaros no encuentran el pan en ningún árbol. No es un alimento que ellos puedan buscar en las alturas. Más bien tienen que bajar a la tierra y recoger del suelo las suaves migajas que caen de las manos de los hombres. Algo así sucede con los ángeles. Con toda sabiduría y fe David cantó: «El hombre comió pan de ángeles», refiriéndose al misterioso maná. Pero tras el maná se ocultaba la promesa del verdadero pan de los ángeles. En Belén, en un pesebre lleno de espinosas pajas, los ángeles contemplaron a aquel que los nutre con la claridad altísima de su gracia. Pero no lo contemplaron en su excelsa altura, en el resplandor ardiente de su gloria inmensa, sino como migaja caída de la mesa de los hijos, como grano de trigo caído por tierra, rodeado de rubia paja.
En el desierto Dios alimentó a su pueblo con pan celestial para mostrar la promesa del pan con que habría de alimentar a su Iglesia. Así, alimentado con el amor de los amores, su pueblo santo, en el desierto del mundo, vive del fuego del cielo. Con toda verdad un Maestro dice que así como suelen los leones en el desierto alimentar su rugido con el ardor del sol, de manera que, cuando rugen, de algún modo es el ardor mismo del sol el que invisiblemente emite su fragor, así el fuego sagrado nutre a la Iglesia. Y así, al nutrirse la Iglesia en la mesa santa, devora al fuego invisible que hace temblar al infierno.
Pero Dios no sólo quiso llevar a su Iglesia al desierto para hablarle y nutrir con fuego su corazón. Dios, en efecto, tomó nuestra carne formada del barro. Y como sembrador amoroso trabajó con fatiga nuestra tierra. Con la escarda de las espinas apartó los abrojos y hierbas de los pensamientos e intenciones de nuestros corazones, y con el arado de los clavos y de la lanza surcó nuestras obras muertas. Así hizo brotar flores de sangre en la tierra reseca de nuestra humanidad. Y como la abeja no acalla su zumbido hasta que entra en la flor, así el alma cristiana no encuentra reposo hasta que penetra en las flores de sangre de esas llagas preciosas, en las que se oculta el néctar de la vida divina. Esas flores son el fruto del misterioso maná que lleva oculta la savia vital que hace incorruptible nuestra tierra. Quien bebe de ese néctar de gracia, se embriaga de aquella mansedumbre que nos hace dignos de recibir como herencia la tierra de nuestra carne resucitada.
Hoy el Señor, en esta noche santa, nos dejó su amor como alimento. Nos lo dejó transfigurado en la ternura del pan y del vino. Pan para el desierto y vino para el paraíso de paraísos. Más no nos podía dejar, pues en el sacramento de su amor se nos ha dado todo. En el desierto del mundo y en el paraíso del cielo la Iglesia se nutre de amor. Come amor divino. Bebe amor divino. Porque come y bebe a Dios mismo.
Queridos hijos, queridas hijas, en tiempos de Noé, cuando Dios quiso purificar el mundo, abrió las compuertas del cielo e hizo llover el diluvio. Noé se refugió en el arca, junto con todas las creaturas que Dios quiso preservar. Cuando llegó el tiempo en que el diluvio cesó, después de una cuaresma, Noé abrió una ventana y envió un cuervo—imagen de los contritos de corazón—, que al no encontrar donde posarse volvió al corazón del arca. Entonces envió Noé una paloma, que representaba a los puros de corazón, y que tampoco halló donde posarse y volvió para que, apoyada en el brazo firme de Noé, pudiera entrar de nuevo en el arca. Siete días después, envió Noé de nuevo una paloma que luego volvió con una hoja de olivo en el pico, signo de la paz de Dios. Esta hoja de olivo representaba místicamente la pasión del Señor de la que habría de brotar el aceite de perdón, aceite de misericordia, aceite de paz, aceite de Espíritu Santo. Cristo, en efecto, dice la Escritura, «en los días de su carne, habiendo ofrecido oraciones y súplicas con gran clamor y lágrimas, al que podía librarlo de la muerte, fue escuchado a causa de su temor reverente». Así, pues, en el diluvio de sus lágrimas amantes, la Iglesia vuelve al corazón del arca apoyándose sólo en el poder del brazo extendido de Cristo. Su mano la conduce al arca de su corazón traspasado, sagrario de sus divinos tesoros. Seca sus pies con la toalla limpísima del firme mandato del amor mutuo. Y vuela entonces la Iglesia hasta la cruz, prensa sagrada del amor de Dios, en que Cristo, nuestro olivo, entrega su aceite. De la cruz recibe la Iglesia el óleo del Espíritu Santo con que han sido ungidas las manos apostólicas. Con este óleo de Espíritu Santo esta noche el Señor ungió nuestras manos para el honor de su santo servicio, a fin de que consagremos con ese mismo óleo los corazones creyentes como altares y templos del Espíritu de Dios y hagamos brillar en ellos la integridad de la fe, y a fin también de curar con ese aceite las heridas del combate espiritual de su Iglesia, donándole la paz que brota del amor resucitado, del perdón pascual.
Pastor santo, acuérdate de mí, por la dulzura de tu dolorosa pasión. 

domingo, 25 de marzo de 2018

"Et angariant praetereuntem quempiam Simonem Cyrenæum venientem de villa, patrem Alexandri et Rufi, ut tolleret crucem eius"

Dominica palmarum

Dice la Escritura que cuando Dios quiso manifestarse a su pueblo, se apareció a Moisés en el desierto. Moisés vio algo asombroso. Una zarza ardía sin consumirse. Y quiso acercarse para ver qué era eso. Cuando estuvo cerca, Dios le ordenó descalzarse pues estaba en tierra sagrada y allí le manifestó el ardor de su Nombre. El fuego divino reposó acariciando las espinas de una zarza. Pero los abrojos no pudieron sofocarlo. Y tampoco la gloria devoró la fragilidad de la zarza, porque en la trenzada violencia de sus espinas quiso anidar el amor.
Dice también la Escritura que en tiempos de Noé, cuando Dios quiso purificar el mundo, abrió las compuertas del cielo e hizo llover el diluvio. Noé se refugió en el arca, junto con todas las creaturas que Dios quiso preservar. Cuando llegó el tiempo en que el diluvio cesó, después de una cuaresma, Noé abrió una ventana y envió un cuervo, imagen de los contritos de corazón, que al no encontrar donde posarse volvió al corazón del arca. Entonces envió Noé una paloma, que representaba a los puros de corazón, y que tampoco halló donde posarse y volvió para que, apoyada en el brazo firme de Noé, pudiera entrar de nuevo en el arca. Siete días después, envió Noé de nuevo una paloma que luego volvió con una hoja de olivo en el pico, signo de la paz de Dios.
Voló el curso de los tiempos, hasta que un día un hombre volvía del campo, un cierto Simón de Cirene. Y es que el campo representa místicamente al mundo. Apareció cargando con Cristo la cruz de nuestra salvación. De él era imagen la paloma que habría de volar por los campos del tiempo y del mundo, y en él ahora volvía al arca santa, no ya con una hoja de olivo, sino trayendo consigo la vara maestra para construirle un nido al amor.
Una multitud con ramos de olivo y hojas de palmera trenzaron y trenzan hoy el nido del amor. Hoy el amado vuela del desierto para anidar con su amada en el santo paraíso de su pasión, desplegando para ella todas las riquezas de su amor. Entregándose al sueño de la muerte, el amado reposa como manojo de mirra en el corazón de la amada Iglesia, exhalando tesoros de gracia y misericordia.

Pues, con verdad una Maestra enseña que así como los pájaros cuando se enciende en ellos el celo del amor buscan una viga alta, y al encontrarla ponen en ella su nido rodeándose de débiles pajas, así hemos de subir al árbol santo de la cruz poniendo ante nuestros ojos la fragilidad de nuestros pecados. Y como manojito de mirra han de esconderse en nuestro pecho las amarguras de la pasión del amado y de su muerte perfumada de amor inmortal. Anidemos pues con Cristo en la zarza ardiente de su pasión y de su amor que no se consumirá jamás.